En pandemia, debido al encierro y a las alteraciones en nuestros lazos sociales como sociedad, en cualquier circunstancia, en mayor o menor medida, nos encontramos algo perdidos y distanciados; y no solo de los demás, sino de nosotros mismos.
Lo cierto es que antes uno tenía un problema o una cuestión a resolver y previo a tomar una decisión acudía a cotejarse con alguien de confianza, ya fuera de la familia o un amigo cercano, para pedir la necesaria segunda opinión. Antes uno era el que tenía ese problema y había otro que en nuestra presunción estaba mejor y podía aconsejarnos. Siempre valoramos más una opinión neutral, una perspectiva que venga de afuera y no se encuentre contaminada por la historia emocional que tenemos, por los temores o esperanzas que interiormente nos forjamos. Queremos un juicio lo más despojado o imparcial posible; una suerte de control de calidad.
Pero algo ocurrió en esa inmemorial rutina que nos vinculó al mundo. Esta es la primera vez que la humanidad entera se ve afectada al mismo tiempo por una pandemia; no hay parte del planeta que esté exenta, no hay rincón donde ponerse a salvo, donde ignorarla. Y aquí viene el problema: debido a esto ya no se registra la decisiva diferenciación entre el yo y el no-yo, dado que la familia humana entera está atravesando la misma crisis, enfrentada a las mismas amenazas. A cada quien, obviamente, le afectará distinto saberse potencialmente atacado por el virus, a cada uno le importará más o menos cuidarse o arriesgarse, pero lo cierto es que todo sujeto, cualquiera sea su conciencia de la realidad, perdió algo de lo que antes tenía. Esto no es gratis.
Falta de estimulación social
En efecto, el encierro y la falta de trato con los afectos disminuyen la liberación de una hormona llamada oxitocina que está presente toda vez que tenemos interacciones con otros vínculos afectivos que sentimos positivos para nuestra vida. También, en el mismo sentido, entran en juego las famosas endorfinas, hormonas del bienestar que se liberan cuando hacemos ejercicio o cualquier otra actividad que disfrutemos; asimismo la hormona se estimula si nos hallamos en contacto con gente a quien apreciamos. Es importante destacar que la liberación de endorfinas resulta fundamental para mantener una salud integral favorable y, especialmente –esto debería subrayarse–, para fortalecer el sistema inmune. Quien no libera suficientes endorfinas y tiene un estrés crónico sumado a otros sentimientos negativos es más vulnerable a padecer trastornos mentales y enfermedades físicas, incluyendo paradójicamente el covid, causa del confinamiento.
El problema de no poder abrazarse, no poder interactuar personalmente, no llorar en el hombro de nadie tiene consecuencias nocivas en la salud física y mental. Robin Dunbar, especialista de la Psicología Evolutiva de la Universidad de Oxford, especifica que la falta de estimulación social afecta el razonamiento, la memoria, el equilibrio hormonal y nuestra capacidad de afrontamiento. Los que tienen la bendición de estar en el hogar con sus familias pueden tener intercambios e instancias afectivas beneficiosas, dado que la vida normal o prepandémica no siempre nos permitió compartir todos los momentos que hubiéramos querido. Pero, siendo esto verdad, también se sabe que la calidad del tiempo que se comparte en el hogar con el grupo de convivencia no es la misma todo el tiempo. Obviamente, no es lo mismo estar juntos porque así lo deseamos que estar juntos a la fuerza, por miedo a lo que ocurre afuera. Los riesgos de deterioro vincular, debido a la conocida sensación de ahogo, se potencian en un nivel hasta ahora inédito y en algunos casos con consecuencias dramáticas, incluso trágicas.
Miedo al futuro
Otro aspecto que debemos a la pandemia es el agravamiento del miedo al futuro, la angustia que produce la incertidumbre. Para las personas en cualquier circunstancia y de cualquier condición o situación, el miedo al futuro es un signo de alarma para el cerebro cuando se lo lleva a grados muy altos y perdemos, sin más, la capacidad de responder lúcidamente a los dilemas que enfrentamos. El miedo puede resultar paralizante e incluso embargar nuestro pensamiento racional y en lugar de ello presentar una rápida e intempestiva reacción emocional, es decir, una respuesta no premeditada ni razonada, es decir puramente impulsiva y que tiene el potencial de tener efectos adversos en nuestra existencia; a este proceso se lo denomina precisamente secuestro amigdalino. Cuando caemos víctimas de este secuestro tomamos malas decisiones, perdemos oportunidades, se nubla nuestro juicio y podemos caer en conductas y comportamientos extremos y perjudiciales para nosotros o para los demás.
En estos tiempos, a lo que no hay que dar rienda suelta es a la irreflexividad; esto es, podemos tomar este período de cierto aislamiento y encierro para fortalecer la conciencia plena de nuestra existencia: leer un buen libro, cuando salimos a caminar observar el mundo que nos rodea, volver a asombrarnos de aquello que habíamos naturalizado. Y en cuanto al déficit social, siempre podemos hablar con alguien de nuestro grupo de convivencia y expresar conscientemente lo que nos sucede; no ahogarnos en el silencio de nuestros pensamientos, sino compartir con otro que nos estima y que puede ayudarnos a tomar mejores decisiones.
Mantener el contacto con otros amigos y familiares por medio de las redes sociales puede ser una opción saludable, siempre y cuando se controle la adicción a la tecnología. El apego a las mascotas es invariablemente benéfico para la mayoría de las personas y completa el cuadro de lo saludable y posible en estos momentos; se ha comprobado que la interacción con ellas también puede estimular hormonas como las endorfinas y la oxitocina, lo que implica una disminución del estrés y un mejor rendimiento en otras áreas.
Es una lucha constante; la situación no mejorará inmediatamente, pero todo día que se sobrelleva es un aprendizaje y estamos cada vez más cerca de la inmunidad que tanto esperamos. Se trata de sobrevivir inteligentemente con el menor daño posible.
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