¿Cómo proteger a las nuevas generaciones de la ideología de género, y de otras ideologías contrarias a la clásica cosmovisión occidental y cristiana de la realidad? Es una pregunta que muchos se hacen, en vista de la fuerza avasalladora con que estas ideologías se vienen imponiendo en la política, en la educación y en los medios, con una oposición tan reducida como insuficiente.
Desde esta columna hemos propuesto la formación de comunidades, en las que sus integrantes compartan una misma forma de ver la realidad. También hemos mencionado la necesidad de recurrir a los buenos y grandes libros y de poner a los chicos en contacto con la naturaleza. Sobre este último punto, nunca se insistirá bastante.
Quizá alguien se sienta tentado de proteger a sus hijos encerrándolos en una burbuja. Sin embargo, es probable que el encierro debilite su “sistema inmunológico” cultural –por decirlo así-, lo cual le impedirá adquirir las defensas intelectuales y emocionales necesarias para enfrentar con éxito y sin complejos, la cultura dominante.
Así como el físico no se fortalece quedándose quieto, el alma -el intelecto, la voluntad y la afectividad- no se fortalece si no se ejercita. Y ¿qué mejor forma de ejercitar el alma de un niño que invitarlo a participar de un campamento de supervivencia en medio del monte? A algunos les parecerá una locura, pero bien organizado y bien pensado –no es necesario correr riesgos innecesarios-, puede ser una experiencia inolvidable. Las actividades de este tipo incentivan la memoria, la imaginación, la creatividad, la fortaleza, la reciedumbre, la templanza, y la prudencia, entre otras potencias y virtudes que forjan la voluntad: el carácter.
Hoy en día, los chicos están demasiado acostumbrados a “balconear” aventuras de terceros, tanto en la televisión como en el celular. A lo sumo, protagonizan aventuras virtuales en el Play Sation. Pero no están para nada acostumbrados a vivirlas: a ser protagonistas, de carne y hueso, en la realidad. No están acostumbrados a enfrentar riesgos mínimos, ni a soportar las inclemencias del clima, ni a enfrentarse con los múltiples desafíos que ofrece la naturaleza. Para salir de esa postración, necesitan padres, tíos o padrinos, aventureros.
¿Cuántos niños, de los que viven en las grandes ciudades, han salido a pescar? ¿Cuántos a cazar? ¿Cuántos han realizado caminatas por el monte? ¿Cuántos han subido a caballo? No ya a trabajar en el campo arreando ganado o buscando abichados, sino tan sólo a pasear a caballo…
Hace muchos años, siendo estudiante de Agronomía, iba con frecuencia a la estancia de unos amigos. Pasé muchos días en vacaciones de invierno y verano juntando piedras, combatiendo la cardilla con una azada, cargando y descargando camiones de arena y leña, rellenando cárcavas con basura. También despezuñé ovejas, arreé ganado, trabajé en las mangas y en las chacras… Todas estas tareas, me ayudaron mucho a formar mi carácter, a adquirir algunas virtudes, y a vivir de forma realista, sencilla, sin vueltas ni complejos.
Al cabo de los años, esa experiencia me ayudó a entender las palabras de un santo: “Voluntad. —Energía. —Ejemplo. —Lo que hay que hacer, se hace… Sin vacilar… Sin miramientos…”
Entre otras muchas anécdotas, recuerdo una que me marcó: una fría tarde invernal, mientras el sol caía, acompañé a uno de mis amigos a asistir a una vaca que había abortado a su ternero y había sufrido prolapso uterino. Mientras mi amigo forcejeaba con el útero de la vaca para devolverlo a su lugar, me dijo algo así: “¿Te das cuenta lo que es el milagro de la vida? ¡De aquí se alimenta el ternero mientras va creciendo, hasta que nace! ¡Y pensar que hay gente que no cree en Dios!”
Años más tarde, cuando leí en el Quijote que “los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos”, recordé las palabras de mi amigo. Y es que la sabiduría de los sencillos -de los supuestamente rústicos-, suele ser mucho más profunda que la pseudocultura de los ilustrados. Esa sabiduría, fruto del contacto con la naturaleza, suele relacionar de manera tan intuitiva como perfecta, lo visible con lo invisible: aquí radica la notable diferencia del realismo, con las ideologías que matan el alma.
No hay necesidad de encerrar a los chicos en una burbuja. La mejor protección para que crezcan sanos y fuertes de espíritu y de mente, es dejarlos correr libres por ese bunker a cielo abierto, que llamamos naturaleza.
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