El papel económico del Estado es fundamental para revertir situaciones críticas en el nivel de actividad y promover un crecimiento económico equilibrado. Los países que exhiben mayor resiliencia y avance social son precisamente aquellos donde existe una paridad de fuerzas entre estado y mercado, sin que uno domine al otro.
La receta clásica
Hace ya un tiempo que en estas páginas venimos insistiendo en la importancia del Estado como propulsor de la economía y el empleo. La ingenua creencia en el mercado desregulado como mecanismo autorregulador de la economía es una narrativa impuesta por aquellos que se benefician de tal situación (caso típico la industria financiera), pero suelen ser los primeros en clamar por la ayuda estatal cuando el ciclo económico se invierte.
Claro que la idea en sí es atractiva por su simpleza y elegancia teórica, pero las economías no son mecanismos de relojería y el mundo en que vivimos rara vez cumple con los supuestos sobre los que se basa la conclusión clásica, especialmente con relación a la competencia en los mercados. Adam Smith escribía en tiempos de economías preindustriales caracterizadas aun por la agricultura familiar, industria textil casera, artesanos y pequeños tenderos. Ya sobre fines del siglo XIX la concentración de poder en muchos mercados era formidable.
En los años posteriores al crac del octubre de 1929 la Reserva Federal se abstuvo de proveer de liquidez a los mercados financieros, a la vez que el gobierno federal del republicano Herbert Hoover rehusó lanzar programas de apoyo al creciente número de desocupados. El resultado es conocido: la Gran Depresión llevó el desempleo al 25% y la caída del producto a niveles del 30%.
Esta política de “no intervención” se basó en la creencia que los propios mercados se encargarían de la reactivación, liderados por el mercado laboral donde una baja salarial resultante del desempleo alentaría la contratación. Pero las empresas no estaban mirando su “bottom line” (rentabilidad neta), sino sus ventas. Y al no percibir la demanda por su producción, optaron por mantenerse a la expectativa.
La receta de Keynes
La situación no habría de mejorar hasta 1933 cuando asume el demócrata Franklin D. Roosevelt e introduce el New Deal (nuevo trato) a la ciudadanía con un fuerte contenido de programas sociales e inversión pública en infraestructura. En una carta abierta a fines de año Keynes le escribe “usted se ha convertido en depositario de la confianza de todos aquellos quienes procuran remediar los males de la situación actual experimentando de forma razonada dentro del marco del sistema social existente.”
La “Teoría General” no se publicaría hasta 1936, pero sus ideas en cuanto al papel económico del Estado ya estaban cuajando, así como su visión de la necesidad de resolver la situación en democracia. No debe perderse de vista la fuerte competencia de regímenes políticos alternativos en aquella época. En particular, para muchos la Gran Depresión era el añorado fin del capitalismo anunciado por Marx, comparable en impacto a la implosión más contemporánea del comunismo en la Unión Soviética.
El mensaje de Keynes a Roosevelt era claro: cuando los hogares ya no tenían recursos y las empresas no se animaban a producir por miedo a acumular inventarios, la demanda agregada faltante para poner en marcha nuevamente la economía debía provenir del Estado. Solo un impulso de tal magnitud lograría cebar la bomba y llevar la economía a nuevos niveles de actividad más cercanos a su plena capacidad.
En términos teóricos era el famoso debate entre Keynes y los Clásicos. Éstos sostenían que la economía tenía un solo punto de equilibrio ubicado en su nivel de pleno empleo, y que si se atascaba en un nivel inferior se debía a la rigidez de los mercados. La solución era esperar la magia de la mano invisible.
Aquél, en cambio, sostenía que las economías tenían múltiples puntos de equilibrio entre oferta y demanda agregadas, muchos de ellos por debajo del nivel óptimo de capacidad productivo. Saltar de uno a otro requería un empujón de la mano del gasto público.
¿Cuánto Estado?
Keynes pensaba que los gobiernos debían financiar el gasto extraordinario recesivo mediante la emisión de bonos en sus mercados locales, suponiendo que ello impondría límites en cuanto al costo y monto del esfuerzo fiscal. Pero la escuela keynesiana de la posguerra fomentó un fuerte crecimiento de un estado ya hinchado por el esfuerzo bélico, apoyándose también en la expansión monetaria. El gasto fiscal deficitario pasó a ser un elemento permanente del horizonte económico, ya no una herramienta de emergencia.
Toda fuerza produce su contrafuerza. Darle rienda suelta al gasto es el sueño de todo gobernante y pocos resistieron la tentación. Las décadas doradas de los años 50 y 60 dieron paso al contrataque de los monetaristas quienes buscaban retornar a sus raíces de ortodoxia “neoclásica” mediante el equilibrio fiscal y la mesura en la emisión.
En el espectro ideológico que se extiende entre los polos del mercado completamente desregulado hasta el Estado totalitario y dueño de los medios de producción, existe una amplia franja donde la mayoría de las democracias ubican su preferencia. En la tabla (1) adjunta podemos contrastar los países nórdicos con el resto de Europa, o los EE.UU. con Canadá, por ejemplo.
Nótese la ausencia de países en desarrollo en la tabla. Para gastar primero hay que recaudar, y vemos en el cuadro 2 que la recaudación fiscal promedio en América Latina se ubica en 22% del PBI, muy por debajo del gasto promedio en los países industrializados.
En general los países en desarrollo carecen de mercados financieros profundos que les permitan endeudarse en moneda nacional a largo plazo, viéndose obligados a recurrir al limitado apoyo en moneda extranjera brindado por los mercados financieros internacionales. De allí su limitada capacidad de encarar en las actuales circunstancias grandes programas de gasto para limitar el impacto de la pandemia.
No así en Europa, donde la Italia de Mario Draghi lanzó un programa quinquenal de gasto público equivalente a 14% del PBI financiado primordialmente por deuda, aun cuando se trata del segundo país en la región de mayor endeudamiento relativo al PBI (156%). En los EE.UU. Biden está lanzando un programa de gasto que –en caso de aprobarse– implicará déficits cercanos a 14% del PBI para el año en curso, previéndose que el cociente deuda-PBI aumente a 117% al cabo de la década.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex Director Ejecutivo del Banco Mundial.
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