No fue en la francesa Bayona, donde el rey D. Carlos y su hijo Fernando VII abdicaron del trono español en favor de Napoleón. Tampoco en 1808, sino en 1897 y en el muy gallego municipio de Bayona, donde nació Víctor Soliño: «un risueño pueblito de pescadores tendido en la costa». Como él mismo lo cuenta, sus padres se habían casado en Montevideo, pero estaban en Bayona cuando el alumbramiento. Ya a los catorce meses la familia se encontraba de nuevo en el Montevideo donde transcurrió su vida. Fue periodista, poeta, jefe de taquígrafos en el Poder Legislativo, letrista de tango, fundador del Club de básquetbol Atenas y de su consecuente Troupe.
Afirma no tener recuerdos sino desde los siete años, viendo pasar el tranvía de caballos que trasladaba los heridos de la revolución saravista desde el tren hasta el Maciel. Y por ahí estaba su casa paterna, cerca de la Torre de los Panoramas, de la prohibida calle Yerbal y de la casa de los Collazo.
Era muy otro el Montevideo de entonces. Desde Punta Carretas a Malvín, ocupando una zona donde parecían no regir las disposiciones municipales y «en la que se dejaba actuar con medida tolerancia porque… apenas si habitaban familias», una hilera de ranchos y casitas festoneaba la costa. Soliño las clasifica por su estructura y por su uso. Los ranchos, meras casillas de madera, bulliciosos los fines de semana eran el resto del tiempo un estanque tranquilo que veces rompía alguna visita furtiva.
Las casitas tenían «más categoría» y eran mucho más discretas. Trataban de pasar inadvertidas porque en suma servían como «un tibio nido de amor o una incansable rueda de poker».
Esos recuerdos ya pertenecen al Soliño de esas crónicas llenas de nostalgia que publicó en 1967, en un breve y sustancioso librito titulado Mis tangos y los atenienses.
De esa época juvenil era La Mondiola, una construcción que tomaba su nombre del barrio donde estaba ubicada, frente a la Rambla de Pocitos. No era ni casa ni rancho, dice Soliño: «tenía características de las dos». Un grupo permanente que la frecuentaba todo el año y una multitud en la temporada estival. Allí se reunían personajes como Tita Merello, Ángel Magaña, Enrique Santos Discépolo y su amada Tania, Pepe Arias…
Garufa
En la misma geografía llegó a habitar Juana de América en una casa de «tres ventanas puras y en torno, piedras, y hasta el mar, arena» desde donde veía «la barba del verano [y] el caballo de vidrio del invierno». Juana escribe desde su melancolía con una óptica bien distinta a la de la barra jaranera de Soliño.
Con ese espíritu festivo y la triple paternidad de Roberto Fontaina, Soliño y Juan Antonio Collazo nació Garufa.
Del barrio La Mondiola sos el más rana
y te llaman Garufa por lo bacán;
tenés más pretensiones que bataclana
que hubiera hecho suceso con un gotán.
Durante la semana, meta laburo,
y el sábado a la noche sos un doctor:
te encajás las polainas y el cuello duro
y te venís p’al centro de rompedor.
Garufa,
¡pucha que sos divertido!
Garufa,
ya sos un caso perdido;
tu vieja
dice que sos un bandido
porque supo que te vieron
la otra noche
en el Parque Japonés.
Caés a la milonga en cuanto empieza
y sos para las minas el vareador;
sos capaz de bailarte la Marsellesa,
la Marcha a Garibaldi y El Trovador.
Con un café con leche y una ensaimada
rematás esa noche de bacanal
y al volver a tu casa, de madrugada,
decís: Yo soy un rana fenomenal.
En algunas versiones el Parque Japonés es sustituido por la calle Sarandí o la calle San José.
Para medir su exitosa difusión Soliño cuenta que había concurrido junto con Ricardo Acosta y Lara a los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964 representado a Radio Sport. Se alojaban en la Press House, un edificio construido especialmente para hospedar a los periodistas –ahora abrieron una «Pride House», un centro de información y hospitalidad LGBT en el centro de Tokio, para atender a 162 personas incluidas dos trans que integran los 11000 competidores–. En esa Press House había un comedor donde una agradable japonesita cantaba acompañándose con un órgano. Por esas raras coincidencias, el día que Soliño abandonó la comida nipona para probar un buen bistec, la cantante interpretó Garufa. La canción «y un churrasco en Tokio ya era demasiada felicidad», recuerda con emoción.
Autoelegíaco
Sin embargo, lo que más toca las íntimas fibras de su alma son los recuerdos de la infancia. Hacia 1930, consus treinta y tres años lo invade la nostalgia de aquella zona ahora destruida, la casa de sus amigos los Collazo que ya no estaba, el desaparecido almacén Los Dos Frentes que era proa de las calles Yerbal y Camacuá. También es cierto que la piqueta fatal del temporal de 1923 había hecho destrozos en el «negro murallón» y en el área de El Bajo en general.
Para Soliño, el Barrio Sur se había convertido en «un páramo» aunque solo fuera la triste constatación de que los años felices de la infancia se habían ido para siempre.
Así, con su amigo Ramón Collazo, el hermano de Juan Antonio, producen el tango Adiós, mi barrio. «Quisimos expresarle al viejo barrio nuestra adhesión y nuestra pena con un tango», dice Soliño. Una letra que, quizás trascendiendo sus expectativas, se ha transformado en elegía universal para esos cambios en la fisonomía urbana, que a la vez lo son en la propia.
Viejo barrio que te vas
te doy mi último adiós
ya no te veré más.
Con tu negro murallón,
desaparecerá
toda una tradición.
Mi viejo Barrio Sur,
triste y sentimental,
la civilización
te clava su puñal.
En tu costa de ilusión
fue donde se acunó
el tango compadrón.
Ya se fue tu famosa muralla,
cuyas sombras sirvieron mil veces
de testigo a los guapos de laya
que morían por un corazón.
Y en las noches de luna febriles,
al compás rezongón de las olas,
los muchachos con sus tamboriles
ya no entonan su alegre canción.
El boliche ha cerrado su puerta,
ya no hay risas, ni luz, ni alegría
y en la calle ruinosa y desierta
sopla un viento de desolación.
La piqueta fatal del progreso
arrancó mil recuerdos queridos
y parece que el mar en un rezo,
demostrara también su emoción.
Una noche del verano de 1930, la Troupe Oxford preparaba el carnaval, en una casa sobreviviente de la calle Durazno. Ramón Collazo, que dirigía el grupo, invitó a Soliño a presenciar el ensayo. El evento convocó un público compuesto por vecinos de la zona. De pronto se empezaron a sentir los primeros compases de Adiós, mi barrio y la atmósfera envolvió a los asistentes con su emoción, de tal modo que, finalizada la música, en el recogido silencio brillaban lágrimas en los ojos de todos.
Fue entonces que Soliño experimentó una sensación que nunca había tenido: la de que «por primera vez había escrito algo». Y vaya si lo había hecho.
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