Con esta larga pandemia que venimos atravesando hemos asistido a unos cuantos cambios. Las comunicaciones se tornaron casi totalmente virtuales; muchos trabajos se volvieron remotos o con modalidad “híbrida”, mitad presencial mitad remota; lo mismo ha ocurrido con la educación. Mediante las plataformas de video-llamada, las instituciones educativas han hecho un esfuerzo por mantener funcionando el sistema, en algunos casos con más éxito que en otros.
Ahora bien, la pandemia no durará –afortunadamente- por siempre. Es decir, hay un día después. La gran pregunta que debería hacerse es si volver al sistema enteramente presencial y sin amenazas ese día después es volver a lo de antes, o si nos estamos enfrentando –como ya lo han llamado algunos– a una nueva normalidad. De cualquier manera, sabemos que hay cuestiones irreversibles y que no se volverá a ese día después sin consecuencias, como si nada hubiera ocurrido.
Veamos la realidad y comencemos por lo que quizá es lo más evidente y notorio: los niños quedaron confinados a los límites del hogar. Esto implica una considerable pérdida en el plano de la socialización por el simple hecho de verse privados de asistir a la institución educativa donde se confronta con los docentes, con los compañeros y también con las normas y criterios que no son necesariamente los imperantes en la casa. Estas dinámicas de apertura no se dan en el hogar donde rigen otras rutinas; si bien a través de la plataforma virtual hay un saludo al docente y eventualmente a los pares, esto tiene un cariz de carácter más anónimo y distanciado que en la cercanía que suscita lo presencial.
Pero esta no es la única limitación en el área social: el estar juntos, compartir los recreos, aprender distintas modalidades de interacción, reírse juntos, contarse algo, confrontar diferentes puntos de vista y experiencias… todos estos aspectos son zonas que la comunicación virtual puede complementar pero de ningún modo puede sustituir. Nunca va a ser lo mismo una interacción virtual que una interacción personal; sin embargo, con todas las dificultades del caso, en términos generales pudimos seguir con algunos de nuestros proyectos y mantener el contacto, aunque no la cercanía, con otras personas.
Visualicemos el día cotidiano de un alumno en el colegio. Ahí tenemos, por lo pronto, que las asignaturas duran mucho más tiempo que en la experiencia virtual. Y esto no se da solamente por la posible dificultad que la institución o el alumnado tengan para conectarse; también se sabe que las personas, y en especial los niños, alcanzan un tiempo límite de atención que en general, como se ha medido, no supera los 15 minutos en el mejor de los casos. Sabemos que esto es válido también en la modalidad presencial, pero sucede que en la clase se disponen de otros recursos para “renovar” esa atención, desde llamar la atención del alumno con un sonido, o jugar con la luminosidad del salón, o bien ofrecer distintos canales de aprendizaje teniendo en cuenta estímulos de orden visual, auditivo y kinestésico.
La realidad nos informa sin embargo, que en algunas instituciones ni siquiera se acceden a clases sincrónicas, sino que se suben los materiales a alguna plataforma que los alumnos pueden consultar y pueden intercambiar mensajes con los docentes. Esto también de alguna manera obtura el aprendizaje, porque el rol del docente es insustituible a la hora de gestionar la clase.
Otra cuestión que indefectiblemente derivó del trabajo remoto de los adultos sumado a la educación remota de los niños es que, guste o no, todos estuvieron en el hogar todo el tiempo, sin interrupciones, sin ausencias. Hay algunos beneficios de esto como la posibilidad de los padres de mirar realmente de cerca a sus hijos, ayudarlos, involucrarse en sus rutinas, explicarles la tarea de la clase, participar inevitablemente de sus humores e inquietudes. Aunque a la par de esto se dan ciertos desencuentros debidos a la interacción excesiva de la familia entre sí, porque una cosa es estar juntos y bien unidos en la vida, y otra muy distinta es que no haya aire suficiente. Un niño necesita de otros vínculos para la formación de su desarrollo y para definir poco a poco su personalidad. La familia cumple un rol muy importante, pero también los pares y otros adultos de referencia como los docentes son determinantes en la formación. Crecer en casa es parte del crecimiento, pero no abarca todo lo que se requiere para alcanzar la plenitud en cada etapa de desarrollo en la infancia y en la adolescencia.
Por eso creo que el día después de la pandemia debemos salir a buscar una escuela que estimule a los alumnos en la cercanía de compartir y también de preguntar, que los lleve a cuestionarse, a dudar sanamente acerca de los límites y de las propias posibilidades; una escuela que además quiera conocer y fomentar las fortalezas de los chicos con la misma fuerza con la que ha de tratar las debilidades sociales apoyando sin reservas la educación emocional. La pandemia, con todo lo malo que trajo, también nos abre la posibilidad de aligerar distracciones o errores demasiado instalados en los sistemas, y tal vez comenzar con una fresca página en blanco que nos permita reaprender y retroalimentarnos de las pruebas que nos vaya planteando la realidad.
La única forma de que la pandemia no haya sido sólo pérdida es que podamos aprender de esta experiencia para hacer una mejor escuela que la que teníamos.
(*) Psicóloga y profesora. Especialista en autismo. Mg en dificultades de aprendizaje.
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