Con motivo de la reciente subasta de las pistolas usadas en el trágico duelo Batlle–Beltrán, la atención periodística ha puesto literalmente en la mira el tema de los lances de honor.
Desde estas mismas páginas nos hemos referido al desgraciado lance con ocasión de su centenario el año pasado, pero la riqueza del tema y ese periódico renacer del interés por el mismo tiene una explicación. El libro de la Biblia Sirácida (o Eclesiástico) 22, 30 dice: «Antes del fuego sale por la chimenea el humo, así a la sangre preceden los insultos».
Es el argumento del Dr. Juan Andrés Ramírez Chain cuando justifica el proyecto de legalización de los duelos. Argüía el ilustrado legislador que mientras no se moderara la virulencia del discurso, sobre todo periodístico, el duelo seguiría siendo inevitable. Como su experiencia le indicaba que esa pretensión no tenía visos de cristalizar a corto plazo, proponía reglamentar los duelos como un mal necesario. Es que las polémicas en la prensa muchas veces terminaban en insultos o en gruesas alusiones a la vida personal. Por supuesto que estaba abierta la vía judicial para canalizar esas situaciones, pero el honor no podía esperar tanto. La ofensa requería una rápida satisfacción.
Martín Fierro y el moreno se agarran a puñaladas por aquel contrapunto de «Vaca…yendo gente al baile» y la respuesta de «¡Más vaca será su abuela!». El duelo criollo se nutre de las mismas tradiciones que el lance caballeresco, con el cielo por testigo o en el marco de una pulpería. También tiene sus reglas consuetudinarias.
Los caballeros, en cambio, están cuidadosamente reglamentados. Desde que alguien se dio cuenta de que los duelos entre aristócratas o militares sangran a la élite y que las energías deben usarse en combatir al enemigo y no en rencillas personales, fueron estrictamente prohibidos. La Iglesia los castigaba con la pena de excomunión a todos los participantes. Duelistas, padrinos, testigos, propietarios del lugar donde se desarrollare… Hasta el eventual muerto, porque había ido con intención de matar. A través de los siglos los especialistas en el tema elaboraron códigos con prolijas instrucciones para actuar. Lo primero fue prohibir los duelos a muerte. Si el desenlace fatal se producía no podía ser como objetivo del enfrentamiento. Además, el mandato no podía provenir como imposición de las autoridades. Debía emanar de un par, de alguien reconocido. Un maestro de esgrima como el Cav. Jacopo Gelli, o un aristócrata como el marqués de Cabriñana o el conde de Chateauvillard. De esas fuentes se nutren los codificadores locales como Ferretto o César Viale.
Los códigos de honor
El Codice cavalleresco de Gelli era muy apreciado por estos lares. Estaba en la biblioteca de mi padre. Recuerdo que un amigo de él, un psicólogo de apellido Rossi, había iniciado un lance caballeresco con el periodista René Jolivet a fines de los ’60 y concurría a mi casa junto con el maestro de esgrima y medallista panamericano Adolfo Goliardi a hablar sobre el tema. Jolivet había hecho referencia en su programa de TV a una supuesta declaración de Rossi, y cito de memoria: «Si usted dijo eso, señor Rossi, entonces usted es un canalla». El lance no llegó a duelo porque Rossi no había dicho lo que Jolivet expresaba en condicional.
Seguía siendo válido el aserto de Rubín de Celis en una nota en Caras y caretas (Buenos Aires) del 7 de diciembre de 1918, titulada Los ases del periodismo uruguayo: «El redactor se preocupa… de concurrir asiduamente a una sala de armas. [Nunca sabe] cuándo hay que escapar de la redacción para poner freno a la violencia dialéctica con la espada o la pistola de duelo».
Los códigos graduaban las ofensas: simple, grave y gravísima. Por supuesto que la publicidad de la ofensa la agravaba. De ahí que las controversias periodísticas –como fue el caso Batlle-Beltrán– terminaban frecuentemente en un enfrentamiento armado. Los códigos regulaban el atuendo de los duelistas. Beltrán sale a encontrarse con Batlle vestido de tenista –al parecer, para no alarmar a su esposa le dice que va a jugar tenis– pero luego viste el traje oscuro correspondiente. La leyenda de que enfrentó el duelo vestido de tenista no tiene sustento. Hubiera sido grave responsabilidad de sus padrinos cuando los códigos prescribían que los padrinos –en caso que el apadrinado no lo hubiera hecho– levantaran las solapas del saco de su representado para tapar el cuello blanco de la camisa que lo convertía en objetivo del disparo.
Excluidos
Y, además no cualquiera era caballero. Las normas incluían un largo listado de quiénes no podían ostentar esa categoría. Pero no se trataba de una discriminación por profesión o situación económica sino por conducta. El que hubiera maltratado a sus padres, a una mujer o a alguien incapaz de defenderse; el estafador; el que se hace mantener por una mujer con la que no tenga parentesco; el que haya cometido actos inmorales; el que miente o ha mentido, salvo para salvar el honor de otros o la reputación de una dama; el usurero; el calumniador; el que ofende escudado en el anonimato; el confidente de la policía… y muchos ejemplos más, no se consideran caballeros. Y por aquello de que «las cosas hay que tomarlas como de quien vienen», quienes se encuentren en esas situaciones no pueden intervenir en ninguno de los roles de los lances.
Por lo menos participaban nueve personas en los duelos: cuatro padrinos, dos médicos, el director del duelo y los duelistas. Aunque hay que agregar a los conductores de los coches que debían ser de absoluta confianza. Durante el período del duelo ilegal los encuentros debían realizarse en total reserva. Pero de todo lo actuado se labraban actas que luego se publicaban en la prensa. Es que tampoco era cuestión que uno hubiera arriesgado su vida por defender su honor y nadie se enterara. ¿Entonces, era casi una confesión? Sí, casi. El secreto estaba en la locación del hecho. El único dato del acta que no reflejaba lo que había sucedido. Bastaba esa piadosa mentira, necesaria, porque apuntaba a «salvar el honor de otros» para que las autoridades no pudieran hacer nada. ¿Qué podían hacer los magistrados uruguayos si el duelo había sucedido en Buenos Aires? ¿O los argentinos que se batían en la quinta del Dr. Delcasse en Belgrano, si el acta declaraba que el enfrentamiento había sido en Colonia?
La vigencia del duelo legal, que siguió desde el duelo cuyas pistolas dieron origen a esta nota, terminó en 1992. Desde el 2000 en adelante, tres expresidentes y un exsenador han lamentado, con matices, públicamente su derogación.
El duelo evoca un tiempo en que podía haber un breve espacio entre la palabra y la boca de una pistola o el filo de un sable. Y aunque la razón nos diga lo contrario, memorando el aura romántica de esa época, la admiramos.
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