En Rosario, un grupo de voluntarios de la Orden de Malta trabaja en socorrer a los enfermos y más carenciados. Desde su conformación hace un año en esa ciudad, abrieron el primer merendero y dejaron huella en la vida de muchos. La historia de cómo le salvaron la vida a Juan Martín es una de ellas.
La Orden de Malta es una institución con una gran trayectoria en actividades humanitarias y hospitalarias, que hace varias décadas tiene presencia en Uruguay. Pero la labor de esta institución en nuestro país no termina en la capital y, por el contrario, se extiende al interior. Uno de los puntos fuertes es la ciudad de Salto donde, gracias a la colaboración de la Embajada de Suiza, se fortaleció el CTI del hospital, un hecho fundamental para enfrentar el covid.
A la vez, el departamento de Colonia también se destaca por la fortaleza del grupo de voluntarios que ha logrado, en un año de trabajo, llenar barrigas y abrigar corazones.
“Nuestra motivación más grande es colaborar todo lo que se pueda con el carenciado y enfermo”, confirmó en entrevista con La Mañana Yacqueline Ayala, coordinadora de la Orden en la ciudad de Rosario. En esta localidad se contempla la ayuda a la niñez y los adultos mayores, es decir, quienes vienen con todo el ímpetu y quienes con toda su experiencia y sabiduría retroalimentan a los más pequeños.
La presencia de la institución en Colonia se dio en los primeros meses del año pasado y comenzó de forma humilde. Primero fue la entrega de canastas a los más necesitados, pero la llamada del servicio hacia el otro no tardó en extenderse. Apenas unas semanas después dieron con la noticia de que una abuela debía recorrer casi un kilómetro diario para llegar a una policlínica a curarse las piernas. En ocasiones de lluvia, llegaba con sus pies embarrados. El grupo de voluntarios de la Orden puso enseguida manos a la obra y lograron construir entre todos, y en base a donaciones, una vereda. Podría decirse que se trató de la obra inaugural, a lo que le siguió la creación de un merendero en el barrio Pascual de Chena, al que asisten 105 niños. “Nunca había funcionado un merendero en la ciudad y si lo hizo fue por un tiempo muy corto”, contó Ayala. A la instalación del merendero se le sumó el arreglo de la plaza del barrio y la construcción de un mural en la única pared revocada del salón. Y, aunque se solicitaron donaciones de juegos para chicos con capacidades diferentes, que aún no se han logrado obtener, el grupo de voluntarios construyó en base a viejos neumáticos columpios, motos y enredaderas para trepar.
El trabajo de los 27 voluntarios no es aislado. En cada jornada la colaboración de la comunidad es importante, señaló Ayala. A ella asisten los niños, sus padres e incluso los vecinos de la zona, quienes entusiasmados se arriman a dar una mano. Claro está, esto no sucedió siempre así. En tiempos donde las actividades sociales deben cumplir estrictos protocolos sanitarios para garantizar la seguridad de todos. “Al comenzar hace poco, estábamos en la mira de todos. Pero, así como es crítico, el “pichonero”, como le dicen al rosarino, también es muy solidario, por lo que luego de ver cómo trabajamos, se acercaron enseguida. Además, el merendero se sostuvo este tiempo con la colaboración de todos los comerciantes y se equipó con las donaciones de los vecinos”, relató la coordinadora.
Un milagro en Colonia
En todo el trabajo realizado hasta el momento por la brigada de Rosario se encuentra una historia conmovedora, de esas que calan hondo en el recuerdo de quienes la conocen. Se trata de Juan Martín, un hombre en grave situación de calle al que el grupo de voluntarios, podría decirse, le salvó la vida.
“Juan Martín –de quien se reserva el apellido para no exponer su privacidad– tiene 49 años, pero aparenta más. Cuando lo encontramos, ninguno de nosotros pensó que tenía esa edad”, contó Ayala.
El protagonista de la historia es oriundo de Montevideo, pero al momento del encuentro con el grupo de voluntarios de la Orden residía en Blancarena –un pequeño balneario a unos 25 kilómetros de Rosario– en una casa prestada, la cual debió abandonar luego del fallecimiento del dueño del inmueble. Al no encontrar otro lugar en donde vivir, se trasladó a Juan Lacaze, pasando sus días “literalmente en un gallinero, de piso de barro y techo de chapa, de dos metros por dos metros, donde adentro llovía tanto como fuera”, según señaló la entrevistada. A su situación se le sumaba un grave problema de epoc crónico.
Gracias a un amigo de los voluntarios que ofició de nexo con Juan Martín, pudieron conocer su historia y dónde vivía. Esa noche, exactamente, se desató una gran tormenta. Nadie pudo dormir pensando en Juan Martín. Al otro día fueron a verlo. Los recibieron dos pequeños perros: su única familia, quienes lo acompañan hace quince años y por los cuales había elegido no irse ni al Batallón de Colonia ni a los barracones de Carmelo. “Yo voy a cualquier lado, porque no puedo más, pero sin mis hijos no me voy”, les dijo Juan Martín a los voluntarios apenas lo encontraron.
Ayala contó que enseguida se comunicaron con el alcalde para dar a conocer su historia y tratar de conseguir además de alojamiento y comida, cupo para poder vacunarlo. Hablaron con el panadero del pueblo, quien les donó pan y bizcochos, y juntaron frazadas y abrigos para llevarle mientras se conseguía un sitio donde pudiera dormir. Fueron al párroco de Juan Lacaze, quien al ser nuevo no tenía más que autoridad sobre la parroquia y no podía brindarle alojamiento. Tampoco pudo otra vecina. “Ese día estábamos extenuados. Se nos había hecho mediodía, no sabíamos a dónde más podíamos ir, y decidimos ir a misa”, recordó la coordinadora. Allí explicaron la situación y pudieron dar con una señora que tenía un comodato en un oratorio y que debía entregar la casa dentro de tres semanas. Al explicarle la situación, la señora le ofreció la finca para vivir durante este tiempo. A cambio, los voluntarios la ayudaron con la mudanza y luego, fueron a buscar a Juan Martín.
“Tenía una alegría enorme. No sabes cómo lloraba. Lo trajimos con lo puesto porque no tenía más que los perros. Enseguida le conseguimos una cama, colchón y todo lo básico, aunque le aclaramos que era por unos días y que nosotros nos haríamos cargo de la luz y el agua de ese tiempo”, dijo.
Organizaron una venta de ravioles para reunir fondos y poder comprar materiales de construcción. En tres días lograron reunir unos $18.000, pero alguien anónimo escuchó el comentario y donó $20.000, además de comprar veinte bandejas de ravioles con tuco para que fueran repartidos entre la gente carenciada de Rosario. La Orden, por su parte, envió $10.000 de donación. Los viejos vecinos del balneario Blancarena se enteraron de la noticia de la situación de Juan Martín y entre todos reunieron $8000. Llegaron en un auto a Rosario preguntando por la señora Ayala.
Debido a la situación de la salud de Juan Martín, los voluntarios no sabían cómo comunicarle esta noticia sin provocarle fuertes emociones que pudieran resultar perjudiciales.
Pero el día en que Juan Martín debía desalojar el lugar transitorio donde vivía, Ayala lo llamó. Luego de preguntarle si estaba sentado, le comunicó que debía de retirarse de donde estaba viviendo. En seguida, él comenzó a ahogarse. Pero fueron apenas unos segundos, pues al momento, ella le comunicó la buena noticia: esa misma tarde lo iban a buscar para que se trasladara a Rosario “con sus nenes” y sus pertenencias nuevas, debido a que ella le daría un lugar en su casa para vivir, mientras se compraban los materiales para construirle un hogar. Es que un vecino había donado un trozo de su terreno para que él pudiese construir una cabaña.
Hoy los voluntarios bromean con que lo único que le falta a Juan Martín es “conseguir una novia”. Se cortó el pelo, engordó y “es otra persona”. Incluso se sumó a la brigada y da una mano a personas que, como él, necesitan una segunda oportunidad.
Primer mural de lenguaje de señas
Yacqueline Ayala, coordinadora de la Orden de Malta en la ciudad de Rosario, relató a La Mañana el trabajo que la comunidad que vienen llevando adelante junto con los voluntarios en el merendero del barrio Pascual de Chena, al que asisten 105 niños.
La pared del merendero había sido pintada por los niños, quienes realizaron sus decoraciones de acuerdo a su altura. El resto del alto muro había quedado en blanco –lo que sobresalía aún más debido a un foco que la alumbraba–. Pero la situación se resolvió rápidamente gracias a la ayuda de un artista plástico de la ciudad y de una auxiliar de la escuela, quien utiliza el lenguaje de señas en su día a día. Además de escribir las posiciones de las manos, el mural lleva también una frase para develar: nuestras manos hablan.
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