Con frecuencia nos encontramos con que los chicos preguntan con cierta indignación: “¿Y esto para qué sirve?”. A su vez, observamos que tanto a nosotros como a los alumnos unos años después nos preguntan algo que deberíamos haber aprendido en el ciclo escolar, pero que está tan lejos en el tiempo y –admitámoslo– tan lejos de nuestro interés actual, que simplemente queriéndolo o no hemos optado por “borrarlo”.
Esto es absolutamente normal. Sucede que todo aquello que no ha producido un impacto emocional en nosotros rápidamente se olvida. Si alguien me preguntara qué recuerdo de la función cuadrática… me vería en un aprieto. Lo mismo debe ocurrirle a cualquier individuo que intenta evocar algún contenido escolar que dejó atrás y con el que notoriamente no tiene ninguna asociación emocional.
Pero algo muy diferente ocurre cuando un aprendizaje se encuentra ligado a una emoción. Seguramente cualquiera de nosotros se acuerda de una película o clase que le despertó un gran asombro, miedo, alegría o tristeza. Distinto es cuando la emoción es tan traumática que tenemos olvidos puntuales; ahí ya se estaría tratando de otra cuestión que posiblemente tiene que ver con algún bloqueo, con alguna negación. Pero las emociones medianamente “equilibradas”, que no son propias de ningún trastorno o condición mental –sino que simplemente son las que nos ayudan a adaptarnos al medio– definitivamente producen un eficaz anclaje con el aprendizaje.
Sin embargo, entiéndase que lo emocional no lo es todo. También hemos de prestar atención a la utilidad del aprendizaje. Por ejemplo, si sabemos que saber sumar y restar nos va a permitir ir al supermercado y hacer las compras y está en nuestro interés poder culminar esta tarea, probablemente nuestra propensión a querer aprender matemática aumente considerablemente. Lo mismo se da cuando alguien disfruta de la música y quiere producirla; como alumno tendrá mayor motivación para aprender a tratar con un instrumento, a familiarizarse con el solfeo y ensayar una y otra vez fuera de hora. Quiero decir: podemos aprender cualquier cosa que nos propongamos siempre y cuando creamos que hay una utilidad y un sentido para ese aprendizaje.
La fundamentación de por qué ocurre esto es que el cerebro tiende a la economía y selecciona lo que considera relevante, desechando aquella información que no cree de importancia. Por eso, a diferencia de lo que comúnmente se dice en cuanto a que “el saber no ocupa lugar”, más bien diremos, desde un punto de vista del neuroaprendizaje y de cómo el cerebro se comporta, que el saber sí ocupa lugar y que ese lugar tiene un valor.
La gran tarea es que como sociedad, cultura, padres y educadores logremos vincular el saber con el vivir. Parafraseando a Nietzsche, podemos destacar que aquel que tiene un porqué para vivir puede sobrellevar bien casi cualquier cómo; vale decir que con una meta bien definida y un medio propicio para articular la relación emocional con la motivación y el conocimiento, es muy factible que lo aprendido también “prenda”. Si logramos que nuestros niños entiendan la utilidad de lo que están aprendiendo en su vida, si conseguimos que exista una asociación emocional a ese aprendizaje, lo más probable es que el contenido que enseñemos esté dentro del grupo de lo que recuerde y no solo un año más en el que cuando le preguntemos qué aprendió nos responda “nada” o “de todo un poco”.
Hagamos del saber un lugar importante.
*Carmela Macias Barbé. Psicóloga y profesora. Especialista en autismo. Mg en dificultades de aprendizaje.
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