En su libro “Elogio de la Sombra” (Buenos Aires, 1969) Jorge Luis Borges publicó un breve texto en prosa que lleva por título “Leyenda” y que refiere al problema del perdón. Sus personajes son bíblicos, Abel y Caín, y la escena tiene mucho de fantástico, por cuanto la acción ocurre luego de la muerte de Abel.
La pieza relata que ambos hermanos se encontraron “después de la muerte de Abel” y se reconocieron; dice que se sentaron a comer junto al fuego y que Caín advirtió la marca de la piedra en la frente de Abel y pidió a su hermano que lo perdonara. La respuesta de Abel lo desconcierta: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes”. El texto no revela cuál fue la expresión del asesino al recibir esa inesperada réplica, pero sí recoge sus palabras: “Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar”. Concluye el cuento con una sentencia de Abel: “Mientras dura el remordimiento dura la culpa”.
El problema que se plantea abre algunas interrogantes, a saber: ¿Abel realmente tuvo una afectación de la memoria, como cuando nos olvidamos de un número de teléfono o de un episodio cualquiera de nuestra vida? ¿O invocó el posible olvido como forma amorosa de liberar a su hermano de la culpa, esto es, como acto de perdón? ¿Perdonar es olvidar? Y todavía algo más: ¿el Perdón es una decisión exclusiva de nuestra voluntad? ¿Podemos perdonar sin que quede algo guardado a modo de deuda que cobraremos algún día? ¿Cómo saberlo?
Lo de Abel en la fábula de Borges nos presenta una disyuntiva que solamente Dios podría conocer en la intimidad del alma del personaje, que consiste en saber si el olvido al que se refiere existe como simple tropiezo cognitivo o si fue una profunda y buscada elección para aliviar a su hermano. La aparente confusión que manifiesta el personaje cuando interroga a Caín acerca de la autoría del fratricidio es quizá una pista para disipar cualquier duda respecto de su actitud: al dejar abierta la posibilidad de que la víctima real haya sido en realidad el victimario, está ofreciéndole al hermano cargar con su culpa, con su cruz; porque perdonar, en última instancia, es aceptar vivir con las consecuencias del pecado de la otra persona. Nada está más lejos del perdón que el olvido; el perdón se hace cargo, el olvido no. Es mucho más fácil simplemente “borrar” el episodio de nuestra mente en lugar de decir que eso sí ocurrió y tomar una postura redentora.
No es una isla
Esta ejemplar conducta individual interpela a la condición humana en su totalidad; no es un acto de genialidad aislada de un individuo, sino la resolución de alguien capaz de darse al prójimo, de considerarse parte del otro. El poeta inglés John Donne decía que “ningún hombre es una isla”, que toda campana que suena, suena llamando en todos los corazones, en todas las conciencias; que somos todos parte de la misma familia, del mismo rebaño. Por eso considero que el acto de perdonar, por su propia índole, corresponde a una secuencia; tiene un acto anterior, que es el acto de amar, del cual procede; perdonar es, por tanto, un acto de amor, una expresión genuina de la Caritas, de estar con el Otro.
Cuando Abel le dice a Caín que no sabe exactamente quién es el que cometió el crimen, se entrega para ponerse en el lugar del otro; hace propio el dolor de su hermano. Y con esto le da una nueva oportunidad a Caín; este no queda crucificado en su crimen, fijado en su abyección sino que es invitado a empezar de nuevo, renace en una nueva vida. A Caín se le abren sustancialmente dos caminos, a saber: aceptar el reto que implica el amor de Abel y procesar su arrepentimiento para así corregir en él su falta, es decir, enmendarse, darse una nueva ocasión; o bien, hacer lo que el texto propone que es quedarse con el beneficio del perdón atribuyéndolo no a un acto de amor, de voluntad, de entrega de su hermano, sino simplemente al olvido, a una simple erosión neuronal.
El principio del perdón implica la radical existencia del Otro, el prójimo, el que nos hace posible como la totalidad que somos. Nuestro universo relacional es el horizonte sobre el que se teje nuestro destino. Abel enfrentado a Caín se construye a sí mismo al construir la relación con su prójimo; se resuelve ontológicamente en el acto de amar, de perdonar, de relegar el instinto legítimo desde el punto de vista primario de la venganza o del reproche para expandir su corazón apelando al corazón de su hermano, de su asesino. Abel podía haber amado solamente a Abel y complacerse en el reproche y en la demanda de equiparación; pero Abel perdonando a Caín abre la posibilidad de un mejor Caín y de un mejor Abel.
No todo el tiempo vemos todo el bien que podemos hacer y todo el mal que podríamos evitar. A veces preferimos tener razón antes que comprender.
*Psicóloga y profesora. Especialista en autismo. Mg en dificultades de aprendizaje.
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