En un rincón de Canelones, la tracción a sangre sigue vigente en el proceso de arado, aunque más por costumbre que por productivo. Una mañana de invierno, una visita curiosa e inesperada se transformó en la excusa para desentrañar una historia de sacrificio y privaciones, a través de una charla prolongada, empujada por el suave paso de un buey.
A paso cansino, lento, lo veo andar.
Al final de la calle, en la cima de una loma y donde los límites de la urbanidad llegan, el campo se abre paso. Es uno de los vestigios que se conserva de lo que fue el barrio canario hace, al menos, tres décadas atrás. Las quintas, sembradas originalmente por inmigrantes europeos en su mayoría, luchan en este tiempo por sobrevivir, cada vez más rodeadas de fábricas y plantas logísticas. De los viñedos de antaño no se conserva más que la tierra negra desde donde otrora brotaron vides.
Pero si uno –sobre todo en las mañanas o las tardecitas– orienta la mirada hacia la cima de aquella loma, se lo puede ver. El animal colosal lleva su propio ritmo y aún desde 300 metros de distancia, se divisa su contorno anguloso dibujado a la perfección sobre el horizonte. Colocado en lo alto, como un baluarte, el vacuno es símbolo intransferible del pasado.
Malandro, como lo bautizó Alberto Doczhyn, lleva 15 años tirando entre la tierra, abriéndose paso con la misma parsimonia de la naturaleza en la que se mueve, con la misma sabia lentitud del crecer de la vegetación entre la que se camufla.
Las máquinas han desplazado la tracción a sangre como parte de la evolución tecnológica, pero Alberto, que lleva adelante el desarrollo de siete hectáreas, se mantiene fiel a la forma en la que produjo toda su vida. Además, el animal es capaz de arrastrar hasta mil kilos, asegura a su interlocutora, quien movida bajo los hilos de la curiosidad, se acercó a conversar.
El trabajador rural se limpia la frente y observa al animal que, distraído el dueño, se ha alejado a comer gramilla, a pesar de la protección que lleva en su boca para que así no suceda.
De esta forma, el buey carga con un arado de casi cien kilos. Detrás, Alberto lo guía, lo orienta, le habla. “Siempre va a su paso, por más que le grites o lo apures, pero si se suelta y va a comer alguna verdura y uno se da cuenta, ahí sí que sale corriendo”, afirma entre risas, como quien cuenta las mañas de un ser querido. Malandro, por su parte, está acostumbrado a las chalas de maíz que recibe “para agarrar un poquito más de fuerza”, sobre todo, luego de los crueles fríos que dejó el invierno.
“Me entretengo con esto. ¿Qué voy a hacer?”, se pregunta el octogenario. Las remolachas y espinacas que planta ya no se venden en el barrio. Nada queda de los tiempos de antes, ni de las idas al mercado con lo cosechado del día. Se ha antepuesto la era del delivery y lo “listo en 30 segundos”.
El animal, que ha tomado un descanso a causa de la charla de su amo, continúa con su lento paseo. Me acerco para acariciarlo, pero me huye y se esconde atrás de Alberto. De reojo, asoma su enorme cabeza, a la que le falta un cuerno, y me observa, como si su gigante ser fuera disimulable tras la silueta de un hombre.
Consultado sobre el incidente que le provocó su condición de “unicuerno”, me relata: “Fue en una noche de verano tan calurosa que lo tuve que atar bajo los árboles del monte de atrás de casa. Al costado, había un zanjón profundo pero estrecho. Buscando el fresquito, el animal se echó adentro. Luego no se pudo levantar, se había dado vuelta y tenía las patas para arriba. Queriéndose incorporar, se clavó un cuerno en un caño que había enterrado, y una y otra vez se golpeaba la cabeza contra el suelo. Los perros empezaron a ladrar y yo me levanté. De tanto pegarse, se reventó el cuerno, pero siguió panza arriba”, dice y se queda unos segundos prologando el silencio, buscando sembrar el suspenso.
“¿Cómo lo rescataron?”, pregunto finalmente. Alberto entrecierra los ojos con la satisfacción de haber logrado el efecto deseado, se lleva un yuyo a la boca, acomoda un pie sobre el arado y continúa con la anécdota. “Recién en la mañana un vecino se arrimó con el tractor. Pero, ¿con qué levantas un bicho de estos? En ese entonces era mucho más gordo que ahora”. Probamos “engancharlo de la cabeza”, continúa, “yo le decía ‘lo vas a ahorcar’, pero él me lo negaba. Le apoyó la cabeza contra el lomo y lo dio vuelta, tipo carnero. Así lo pudimos sacar”, relata por último.
Yunta desigual
Alberto recuerda cómo una vez, terminados sus estudios primarios, deseaba continuar el liceo. Sin embargo, la orden que recibió fue otra. “Estudiantes hay muchos, pero si plantas unos boniatos o papas, trabajas medio día y luego descansas”, le dijo su padre.
“Y era así –afirma– pero antes. Con un buey, 100 cajones de papas y boniatos, te sentabas debajo de un árbol y esperabas a que llegara agosto, que es cuando empieza el frío y más se vende, pero hoy tenés que tener cinco mil cajones, entonces hay que plantar con máquinas”, observa. Así fue que el destino –o su padre– quiso que su vida fuera sembrada en la tierra. Su primera bicicleta la adquirió con el trabajo ganado por la cría de un chancho. El reparto de leche, por su parte, le dejaba útiles vintenes en el bolsillo.
Pero su primer buey llegó apenas cumplidos los nueve años. Lo crio de ternero. Lo primero de lo que tiró fue de una vieja rueda de auto. Para estimularlo, el pequeño Alberto le colocaba una chala de maíz delante de sus ojos. Al tiempo llegó otro animal y entre los dos colocó un yugo.
Pero la yunta duró poco. “Mi padre se levantó un amanecer para ordeñar y notó que faltaba un buey”, cuenta. Había sufrido su primer robo. Atándole una cuerda, se llevaron al animal caminando. Eso sí, a paso lento. En toda su vida le han robado tres bueyes. Los encontró a todos, pero del último solo obtuvo la piola y una guampa.
El sacrificio y el tenedor que insumen estos tipos de trabajos, frente a los cuales se puede perder todo un día a causa del abigeato, han hecho que hoy las nuevas generaciones tomen otros caminos de vida y se alejen, poco a poco, del campo.
Un camino de sacrificio
En la historia de Alberto, el trabajo con los animales se arrastra por la línea familiar y cruza mares y océanos hasta llegar a la Polonia de principios del siglo XX. Es que ya su padre, que por entonces no era más que un niño, se encargaba de atender a los caballos heridos que participaban durante la contienda en la Primera Guerra Mundial. A través de una mezcla con nafta y bosta que colocaba en las heridas intentaba curarlos. También le tocaba sanarlos de gusanos y lograr que se recuperaran para poder venderlos en quintas.
En búsqueda de nuevos horizontes, ahorró dinero para viajar a Alemania apenas cumplidos los 17 años y a fines de la década del 20 abordó un buque para América, pero en realidad, quería ir a Estados Unidos. Desembarcó en Montevideo. Las primeras lunas las pasó en un banco de la Plaza Zabala.
La historia de su madre, también de origen polaco, pero de otra región, corre por una línea similar aunque ella sí partió del país eslavo directo hacia Uruguay. Ella llegó con un pequeño bolso y llena de esperanzas.
Apenas arribados, los inmigrantes buscaban hacerse de sus paisanos, personas que habían embarcado en el mismo azar, voces que recordaran su identidad, su tierra, su familia. A través de uno de estos “paisocas”, sus padres se conocieron.
“Cuando vinieron al campo, querían trabajar y trabajar. No tenían tiempo para nada”, recuerda hoy Alberto.
Así fue que se conformó el hogar donde creció Alberto, quien, hasta no comenzar la escuela a los seis años, hablaba solamente polaco, un idioma que hoy se tornó en resquebrajadas y amarillentas páginas dentro de su memoria.
TE PUEDE INTERESAR