Hércules conocido en griego como Heracles era uno de los héroes más conocidos de la mitología griega y romana. Era hijo de Zeus, rey de los dioses, y la mujer mortal Alcmena. Su vida no fue sencilla ya que tuvo que soportar muchas pruebas y realizó muchas tareas de mucha dificultad, pero la recompensa por su sufrimiento fue una promesa de que iba a vivir para siempre entre los dioses en el Monte Olimpo.
Los mitos son inherentes al animal hombre. Con él han nacido y lo seguirán acompañando hasta el fin de los tiempos.
El hombre es el único animal que no puede prescindir de ellos en su aventura en el planeta tierra. Para poder evaluar la magnitud de su alcance vayamos a la etimología del término que proviene del griego: “mythos” que significa relato o historia. Y precisamente es en la antigüedad griega donde este tipo de narraciones de hechos reales o imaginarios agigantados por la imaginación, conformaba el contorno existencial de los pueblos de la antigüedad, que no solo estaban presente en lo cotidiano, sino fundamentalmente generaban las fuerzas excepcionales, imprescindibles para resistir los elementos que amenazaban su propia supervivencia.
El advenimiento de la modernidad no logró hacer desaparecer esta necesidad del ser humano. Simplemente las leyendas que se fueron creando cada vez resultaron más superficiales y su duración resultó más efímera.
La generación uruguaya de la segunda post-guerra (la del 45) miró con desconfianza las bases del incipiente estado de bienestar, que habían iniciado aquel esclarecido grupo de estadistas de los albores del siglo XX y se plantaba a la búsqueda de horizontes que superaran el “Impulso y su Freno”.
Es la Revolución Cubana de fines de los 50, con sus historias románticas de los barbados guerreros de La Sierra Maestra, la que ejerce una fascinación irresistible en aquella inquieta juventud que no había vivido la Guerra Mundial y donde el recuerdo de nuestras contiendas civiles se había esfumado en el olvido. Era como ponerle nuevas alas al Ariel del ya casi olvidado José E. Rodó.
El apasionado pensamiento de Martí se conjugaba con la épica libertadora de Bolívar. Un verborrágico Fidel -cual un moderno David retando a Goliat- que desde una pequeña isla del Caribe desafiaba a la primera potencia del mundo, con discursos interminables, para protagonizar la liberación de su pueblo de los tentáculos del más sórdido capitalismo: el de las mafias organizadas que hacían de La Habana su lugar de encuentro. El país burdel al que “llegó el Comandante y mandó parar”… La reforma agraria al estilo de los “hermanos Graco” que beneficiaba a los campesinos con la propiedad de la tierra, la alfabetización de las multitudes ignaras, era una larga lista de épicas historias que iba bordando una legendaria leyenda, que resultaba irresistible a muchos de los espíritus más sensibles de aquel entonces, en particular los jóvenes y estudiantes entre 15 y 25 años. Se podría afirmar que se fue formando una generación de la Revolución Cubana, que aceptaba como dogma de fe lo que machaconamente se difundía por la vasta red de los principales medios.
Pero toda esta literatura legendaria sin sustento duró algo más que una generación. Como todo mito basado en el engaño se derrumbó fácilmente. Y si su obsoleto régimen sobrevivió a la caída del Muro de Berlín, a la transformación de Rusia, a la evolución de China y al resurgimiento en clave capitalista de la India, es más por la torpeza de su gigantesco vecino, que por los méritos de su nomenclatura gobernante. Hoy son sonoramente difundidos los entretelones del fracaso económico y social. Y sus principales detractores son personas que viajaron con fines turísticos, mucho de los cuales son militantes de la izquierda que otrora aplaudían el “milagro”.
Muchos de los cuales aplaudían los supuestos logros.
Pero renunciemos a cualquier atisbo de optimismo. El inexorable crepúsculo de estos mitos fabricados irresponsablemente, para captar espíritus nobles y sensibles, van a ser –ya han sido- sustituidos por nuevos paradigmas, con un contenido tramposo, que a veces apuntan a denigrar lo más sagrado de los pilares en que reposa la biología humana.