Dice Rodó, que todo viaje es un descubrimiento que nos hermana con Marco Polo o Vasco da Gama. Muy lejos de esos ilustres viajeros, de algo de eso se trata esta historia.
Si los «caminos del Señor son misteriosos e infinitos» y caminar es andar por el camino, yo iba en autobús. Había contratado desde este puntito sureño de América, una excursión por el Norte de España y Portugal. Luego de un par de días en Madrid para descalzar el jet lag, partimos hacia Zaragoza, como tantas otras expediciones de este tipo han hecho, y seguirán haciendo, para mayor gloria de las agencias de turismo. Desde el cómodo asiento, mientras contemplaba el paisaje iba pensando qué fácil resulta esto hoy día, aun para los peregrinos, que no están expuestos a los salteadores ni a las alimañas feroces como los, ¿miles?, ¿millones? que hicieron el Camino de Santiago desde aquel Alfonso del siglo IX. ¿Podría yo considerarme un «peregrino» solo porque recorría una ruta diseñada por una empresa de transportes?
Borges cree, aunque no sea una idea original, que todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare. Borgeanamente al menos -me dije- lo soy. Yo también soy peregrino. No caminaré los cien km habilitantes para recibir la Compostela, pero hacia Santiago voy. Hombre previsor, había adquirido vía Internet unas cruces de Santiago en un comercio de la Plaza de las Platerías para llevar a mis familiares. La de color rojo sangre: cruz y espada.
Mis bisabuelos nacieron en Cambre. Vinieron al Uruguay a mediados del siglo XIX. Mi abuela era criolla, en la primera acepción de la palabra. Alguno de sus genes me despertó la morriña y esos extraños caminos de la vida me llevaron a conocer la tierra de mis ancestros hispanos. Pero Cambre, que está a catorce km de A Coruña y donde se puede llegar desde la estación de autobuses por la módica suma de 1.50 euros, nada tiene que ver con lo que era a mediados del siglo XIX.
¿Qué podía yo buscar en Cambre? Antonio, mi amigo gallego y peluquero, que me corta el cabello desde hace más de cincuenta años -si habré tenido tiempo de hablarle del tema- cuando le comenté que iba, por fin, a Galicia, me sugirió que fuera a Cambre y pidiera la partida de nacimiento de mis bisabuelos, que en unos días me la darían. No tenía tiempo de reunir datos -dilaté el corte hasta casi la fecha de partida- y me parecía poco serio ir a Cambre y pedir las partidas de un señor Ramos y una señora Amor.
¿En qué quedaba entonces mi peregrinación a Cambre? En nada. La desestimé. Apunté entonces a otro objetivo, que en realidad era el mismo: entrar en esas iglesias de piedra, y sentir…
Al agua
Por el momento estaba en Zaragoza. Una hora para conocer la Plaza del Pilar y la Basílica, comer, absorber el aire como quien está hundido y sale del agua, y de nuevo al autobús. Dos horas. Parada obligatoria de los conductores. Bajen al baño, tomen café y de vuelta al autobús. Era un domingo quince de mayo y la Plaza, repleta de gente lucía en todo su esplendor.
Casi a la hora de partir me llegó la noticia de que no encontraban a Juan, un señor de más de ochenta, viudo reciente al que habían aconsejado sus familiares que se uniera a esta excursión. El hombre no aparecía por ningún lado. Organizamos grupos de búsqueda. La última información sobre su paradero era su ida al baño de un restaurante donde comía con algunos integrantes del grupo.
El guía con gesto impasible nos decía que no nos preocupáramos que ya aparecería. Y que no podía alterarse los tiempos del viaje. ¿Que no nos preocupáramos? ¿Qué buen pastor no busca a la oveja perdida? Me asignaron la zona oeste, de modo que hacia allí me dirigí en busca de Juan. El sol reverberaba en el conjunto de las cosas y yo avanzaba a pie firme hacia Juan, protegido por mis lentes oscuros. No era aceptable dejarlo y seguir, me decía, mientras seguía mi camino hacia Occidente.
De pronto creí verlo, incluso lo llamé y avancé dos pasos, solo dos pasos hacia él. Sentí un sonido como de splash splash -uno por paso-. Me había metido en el estanque. No hay solución de continuidad entre el piso y el agua. Ni siquiera un murito. Menos mal, pensé, porque me lo hubiera llevado por delante. Con dos splash splash hacia atrás, salí del agua. Nadie pareció haberlo advertido. Miré en derredor, buscando alguna risita camuflada. Nada, todo normal. Zapatos y medias empapadas, me subí al bus y así anduve los próximos doscientos km. En ese momento no sabía, que había bañado mis pies en la Fuente de la Hispanidad.
Cuando cenábamos en el hotel apareció Juan, escoltado por nuestras angélicas guías uruguayas que lo habían hallado, gracias a una chilena que atendía un restaurante pasando el puente y que había dado parte a la policía.
Después, llegué a Santiago. Recogí las cruces. Corrí hacia la Misa del Peregrino de las doce para beneficiarlas con la bendición del Sr. Arzobispo de Vitoria. Excelente homilía. Admiré el hercúleo trabajo del botafumeiro. Me cegaron los mil flashes de fieles y curiosos. Asistí aferrado a una columna, como don Pelayo, al aplauso y posterior estampida, y alzando la testa lo más que pude recibí la bendición del Sr. Arzobispo.
Y me fui en paz.
Después de todo, para eso había venido.
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