Sobre el fin del verano del año 70, Don Luis tuvo licencia en la barraca de lanas donde trabajaba.
La zafra había estado intensa y las bolsas de vellón, barriga y garreo, claramente clasificadas, que estaban apiladas en el galpón, llegaban al techo de cercha y el olor a suarda sudada inundaba el espacio.
Me parece ver a Don Luis de delantal de cuero, con un garfio en la mano para enganchar la bolsa y maniobrarla para colocarla en la balanza y luego delicadamente en el carro de uña y así salir lo más rápido posible hasta el guinche, donde la cuadrilla de peones, muy atentos y transpirados, lo esperaba para elevar y armar con un cuidado encastre, una especie de torre que, a mis ojos niños, era una especie de cordillera, pues el color de la arpillera, la lana y mi imaginación, así lo veían.
Don Luis llevaba muchos años en la barraca, era personal de confianza del patrón, que lo tenía muy bien considerado.
La compra y venta de aquél año fue muy buena y cuando la tarea empezó a mermar, Don Francisco, el patrón, le ofreció adelantar la licencia para que aprovechara los últimos calores del verano con la familia, se lo había ganado en buena ley, era un veterano de mil batallas, que ponía el empuje y la fuerza de un muchacho.
Y allí Don Luis partió para su casa organizando en su mente un viaje a los pagos de la familia, en las tierras que bañan el Río Negro y el Yí, Durazno.
Eran los tiempos que el tren funcionaba como el principal medio de transporte y en él partió toda la familia, el viaje era largo en horas, a pesar de los escasos 185 kilómetros que separan Montevideo de la capital duraznense.
El plan del paseo era simple, visitar parientes, andar a caballo, pescar con los primos en el río, correr alguna comadreja que anduviera por los gallineros, jugar con los perros, tomar leche al pie de la vaca, reconocer el canto de los pájaros del monte, a ver si era zorzal o saviá y en las noches todos juntos rodeando un gran fogón, comer choclos asados.
Unas vacaciones simples, naturaleza, familia, unión y felicidad.
Sin duda otro tiempo y otros tiempos, hoy no está funcionando el tren de pasajeros, el edificio de la Estación Central es un fantasma que apenas denota la grandiosidad de otrora, hoy es un refugio para indigentes, apostadero de drogadictos y meretrices.
Las barracas de lana ya no son el negocio rentable que era, fue reemplazado por las nuevas tecnologías y productos sintéticos chinos.
Las familias se encuentran en Facebook, Instagram o WhatsApp, más que personalmente.
El beso a los primos y el abrazo al amigo se transformó en una icónica “carita feliz”, un “corazón púrpura” o un “pulgar para arriba”.
Don Luis tampoco está. Por un lado, mejor, no sé si hubiese podido entender todos los cambios que se viven y lo que se viene.
Él, era un hombre amable, familiero, de límpida sonrisa, solidario, trabajador, tradicionalista y con valores que hoy están claramente en desuso.
Cómo podría entender que su río, ese en el que nadó de niño, donde llevó a sus hijos de vacaciones, donde pescó hasta entrada la noche y dormía siestas de verano entre las sombras y aromas del monte nativo, se transformaría en una corriente contaminada de fósforo donde no habita ni un sapo y el aroma del monte que olía a pitanga y madreselva, ahora tenga olor a azufre.
Cómo podría resistir ver que talan en forma indiscriminada, reduciendo a una mínima expresión el monte nativo, que fue orgullo de todos aquellos que pudieron disfrutarlo, vecinos o turistas.
Algunos me han comentado que me quedé en el tiempo y que vivo de recuerdos, que el mundo cambió y con ese cambio llegó la tecnología para beneficiarnos a todos.
Ahora no hay monte nativo, ni paseos a caballo, no hay fogones ni choclo asado, no cantan los zorzales, ni el saviá y las aguas del río están contaminada por fósforo y cianobacterias.
Ahora llegó UPM y la tecnología.
Fin.