La multifacética obra literaria de José Enrique Rodó, a ciento cincuenta años del nacimiento del insigne escritor uruguayo, no deja de moverse y de movernos. Está en perpetuo movimiento ─ y por esto fascina. Su obra más conocida, su Ariel, no solamente marcó profundamente a diferentes generaciones de escritores latinoamericanos con su estilo modernista y su ética orientadora sino que nos deja perplejos ante la modernidad de una filosofía en continuo diálogo con la filosofía francesa de entonces y, sobre todo, con Friedrich Nietzsche y las siempre movibles coreografías de su Zarathustra: “Así habló Próspero”. Como en el autor del Más allá del bien y del mal, se trata de una filosofía basada en una filología abierta a todos los saberes, a todos los sabores, radicalmente abierta – como debe ser toda obra literaria – hacia un futuro que para nosotros, con los años, no se ha convertido en pasado sino en un horizonte reluciente y siempre inspirador.
La interpretación americana del texto universal, tan anhelada por Rodó es, ya desde los primeros escritos del uruguayo, una transformación creadora de modelos literarios y filosóficos procedentes de las tradiciones literarias de Occidente. Esta incorporación y transformación de Occidente no es, vista desde hoy, una inscripción marginal desde la periferia en un Occidente cuyo corazón latía en París sino la remodelación de un Occidente de que configura una parte esencial y céntrica. Rodó es occidental y americano, americano siempre.
Si bien es cierto que en el Ariel no se establecen relaciones dialógicas ni con las culturas indígenas ni con la cultura popular de los inmigrantes, ni con otras formas transculturales que habían nacido en las Américas, la americanicidad de este breve texto radica en una visión abierta hacia la convivencia, hacia los saberes de cómo vivir juntos en diferencia y en paz. La sabiduría de la constelación shakespeareana transfigurada por Rodó radica en la apertura hacia otros horizontes de esta convivencia soñada y tan necesaria a nivel planetario, entonces y ahora mismo: “¿No la veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para las cosas del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella?” La hospitalidad es una visión y en más de un sentido una noción que conversa no con Nietzsche sino con De l’hospitalité de Jacques Derrida. Al mismo tiempo, la modernidad de Rodó es una modernidad que no sigue el ejemplo de los Estados Unidos, basado en la asimetría del poder.
Un alma en movimiento
La obra más audaz y, hasta cierto punto, más radical de José Enrique Rodó son sus Motivos de Proteo. Es un libro en el que todo está en movimiento y en el que todo lo que parece romántico fragmento se transforma en fractal del mundo entero. El fractal, inventado por el matemático Benoît Mandelbrot, se caracteriza por su capacidad de configurar en modèle réduit, como diría Claude Lévi-Strauss, una totalidad del mundo. La multiplicidad de citas explícitas y de alusiones implícitas de este libro, nos dice el propio Rodó, no debe entenderse en un sentido retórico sino en un sentido “gimnástico o coreográfico” con el que se establecen los movimientos hermosamente diseñados del libro.
Salvadas todas las diferencias que separan las concepciones y las prácticas rodonianas de los Fragments d’un discours amoureux de un Roland Barthes, sería perfectamente posible considerar y leer Motivos de Proteo como los Fragmentos de un discurso del alma en movimiento. ¿No escribió Rodó en sus Motivos aquella frase, que sería tan provocadora medio siglo después bajo la pluma de Barthes, de que “el crítico es genéricamente un escritor”? Sí, este filólogo-filósofo que es José Enrique Rodó es un verdadero escritor que entremezcla los saberes de la filosofía y la crítica filológica con los saberes y sabores de las literaturas del mundo en un lúdico diálogo entre una filología polilógica y las polisemias de las hospitalarias letras americanas.
Cada hoja suelta, escrita por Rodó, configura una isla, aislada de otras islas, con su propio ambiente, su propio lenguaje, su narrativa y sus características muy suyas, pero al mismo tiempo no sólo una isla separada del mundo sino una isla-mundo, transarchipiélica, construyendo un mundo hecho por islas relacionadas, cada una diferente de todas las otras, pero unida a otras islas por una lógica relacional. La especificidad estética de Motivos de Proteo me parece radicar en la sabia construcción descentrada de un transarchipiélico mobile textual, cuyas partes constituyen, como islas, verdaderos motivos, entendiendo esta expresión, escogida por Rodó, tanto como término literario, como motivación psicológica y como movens que pone en movimiento los fragmentos de este discurso americano.
De las páginas de Motivos de Proteo no surge un sujeto que pueda identificarse con Rodó, sino el simulacro de un sujeto, la figura de un Proteo de Motivos. Por lo tanto, Rodó no ha muerto. Readaptando el mito griego, Rodó supo captar uno de sus aspectos más inquietantes. Ha construído un texto hecho de muchos textos, un libro hecho de muchos libros. Proteo de Motivos, José Enrique Rodó supo crear un libro virtualmente ilimitado en cuyas páginas se refleja la fundamental hospitalidad americana para todas las migraciones y transmigraciones, tanto de los seres humanos como de sus ideas. La figura de Proteo, más que la de Próspero, queda idéntica a sí misma, es decir, a sus transfiguraciones “en mil formas diversas”. Sólo en este sentido, creo, Rodó hubiera aceptado considerar sus Motivos como una auto-bio-grafía: como la vida que se escribe a sí misma. Joven de ciento cincuenta años, José Enrique Rodó nos sigue fascinando porque nos ofrece las configuraciones del futuro: vivir en un mundo hecho de islas, cada una diferente, en perpetuo movimiento, en una convivencia polilógica, basada en la hospitalidad. ¿No la veréis vosotros?
*Ottmar Ette. Catedrático de Literaturas Románicas y Comparadas en la Universidad de Potsdam, Alemania; miembro honorario de la Modern Language Association en 2014, miembro de la Academia de Ciencias y de la Academia Europea desde 2013.
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