En el supermercado, en la publicidad de ciertas películas que no merecen un insomnio y en ciertas conversaciones aparece con frecuencia el término “light”. Personalmente considero ese concepto como la nada misma, algo sin contenido, algo relativo al vacío. Es inevitable la referencia al psiquiatra español Enrique Rojas y su libro “El hombre light: una vida sin valores”; texto que al cabo de casi treinta años de publicado sigue siendo actual. Nos habla de lo que entonces era la tendencia de nuestra civilización cristiana occidental hacia una caída fatal y que luego se concretó sin ninguna ceremonia y sin ningún signo de alarma o preocupación por parte de las grandes mayorías. Cuando nos dimos cuenta de lo perverso del proceso, ya estábamos en lo hondo y ya era tarde para salir. Lo que denuncia Rojas se ha convertido en moneda corriente para consumo de las jóvenes generaciones: materialismo, hedonismo, permisividad, revolución sin finalidad y sin programa, relativismo y consumismo.
Cuando pensamos en nuestra vida cotidiana y en nuestro entorno social fácilmente podemos percibir estos aspectos. Notemos que en toda esfera de nuestra existencia buscamos lo práctico, el mínimo esfuerzo o compromiso por si se nos ocurre sobre la marcha otro proyecto mejor. El hombre de este siglo busca el trabajo que le lleve menos esfuerzo y le otorgue alguna sensación placentera; su umbral de sacrificio bordea siempre el cero absoluto. Con el mismo afán busca una pareja que lo haga feliz, pero en el momento en que deba soportar cualquier carga negativa o defecto del otro, desaparece el interés y emerge a escena el clásico y nuevo “ghosting” (ausencias repentinas sin aviso de las redes sociales). Es tan fácil desaparecer como abrir nuevamente la app de citas y comenzar una nueva búsqueda (¿cómo buscar productos en una tienda, cosméticos en una farmacia?).
El tema de la búsqueda de placer puede verse extrapolado a infinidad de situaciones, pero el patrón es siempre el mismo: alejamos todo lo que presumimos que nos da dolores de cabeza y en sustitución intentamos acercarnos a situaciones que nos den un placer inmediato, sin pensar en las consecuencias. Todo lo que sea esperar nos desalienta; nos parece una pérdida de tiempo valioso en el que se podrían haber tenido innumerables sensaciones de gozo instantáneo que se perdieron solo por tomarse en serio algo que a nuestro entender no lo merece, trátese de personas, animales o valores. Y en ese camino en bajada ni mencionemos el acto de confiar. ¿En quién podríamos confiar cuando nos vemos inmersos en la búsqueda del placer propio con total prescindencia de los proyectos del otro? ¿Acaso el otro, al igual que nosotros, no está buscando legítimamente su propia satisfacción del deseo?
Tenemos también un claro desdibujamiento de los límites. Es decir, lo público entra en lo privado y lo privado en lo público; no hay límites definidos, no hay barreras. Todo es posible, y peor aún: todo vale. La falta de referentes y de figuras de autoridad es una marca de esta calamidad que nos habita. ¿Quién es la profesora o la Iglesia, quiénes son mis padres para decirme lo que es bueno o lo que necesito? ¿Qué institución puede organizarme si solo yo sé lo que es placentero para mí y desde la sociedad me convencen permanentemente de eso? Parece que uno por el solo hecho de haber nacido es acreedor de recibir todo de todas partes y de todos sin empeñar ningún mérito ni engendrar ninguna responsabilidad en ello. A esa inercia se le llama libertad.
Por eso es bueno repasar hoy, que ya casi es el día después, el libro de Rojas, que dijo: “Cuando se ha perdido la brújula, lo inmediato es navegar a la deriva, no saber a qué atenerse en temas clave de la vida, lo que le conduce a la aceptación y canonización de todo”.
Si no paramos a tiempo estaremos peor.
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