Es difícil ganar una guerra cuando te niegas a entender a tu enemigo. Es aún más difícil cuando no puedes definir de forma realista tu misión estratégica. Se flaquea aún más cuando una historia compleja es reducida a un simple e inexacto cliché; por ejemplo, “Afganistán es el cementerio de los imperios”. Si no tienes la voluntad de ganar a toda costa y, por cobardía moral, permites que los críticos dicten tus parámetros operativos, más vale que te quedes en casa. Y si se ignoran las lecciones de la última guerra, perdida apenas una generación antes, estarás condenado, no importan tus fantásticas riquezas y poder inherente. Era solo cuestión de que los talibanes se presentaran a la hora de pasar la lista.
Fuimos a Afganistán en octubre de 2001 para castigar a Al Qaeda y castigar a los talibanes por acoger al cerebro del 11 de setiembre. Misión cumplida y bien hecha. Luego nos quedamos durante veinte años para llevar a cabo un experimento loco destinado a transformar una sociedad profundamente tradicional definida por su religión en una sociedad moderna y liberal con visiones ecuménicas. Empezamos negando que la religión tuviera algo que ver con el reto que teníamos entre manos: la fe nos ponía nerviosos y la crítica al islam era un estricto tabú. Pretendíamos que nuestro enemigo luchaba, pues, solo porque sí. Agravamos nuestro error de imponer un gobierno que coronaba a expatriados fuera de contacto con la realidad, incurriendo en la locura estratégica favorita de nuestro país: con las mejores intenciones, vertimos una enorme riqueza en un país empobrecido. El resultado inevitable –y rápido– fue fomentar una orgía de corrupción. Y en Kabul, al igual que en Saigón (y Bagdad), no quisimos castigar, ni siquiera amonestar, a nuestros clientes ladrones porque habría sido inconveniente. Los que deberían haber liderado, robaron. Los que deberían haber luchado, buscaron un empleo lucrativo. Los que deberían haber tendido una mano a sus desdichados compatriotas, en cambio cerraron sus puños en torno a contratos, dinero en efectivo y cuentas bancarias en el extranjero. En “nuestro” Afganistán, la justicia estaba en venta. En el país de los talibanes, la justicia era áspera, pero a la orden. ¿A quién acudiría el aldeano? ¿A un magnate lejano? ¿A un soldado extranjero con una sonrisa sospechosa? ¿O al ahora canoso Talibán que, años antes, había tomado las armas para defender su fe, su hogar y su forma de vida? En Afganistán, éramos los casacas rojas (NDR: “redcoats“, soldados ingleses en la lucha de independencia norteamericana). Y nunca nos dimos cuenta.
Ralph Peters, militar e historiador estadounidense. Extraído de “Our Revels are Now Ended”, Strategika, publicación de Hoover Institution
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