Tras la Segunda Guerra Mundial –y como consecuencia del reparto entre las potencias aliadas de los territorios antiguamente ocupados por los alemanes-, la parte Noreste del territorio austriaco quedó bajo el dominio comunista.
Durante años los diplomáticos austríacos acudieron a Londres para solicitar la retirada soviética de su territorio. Entre 1947 y 1955, mantuvieron 260 reuniones sin llegar a una solución para Austria. La represión comunista contra la Iglesia no paraba de crecer; pero los católicos austríacos no paraban de rezar… inspirados por el Padre Petrus Pavlicek.
El Padre Pavlicek fue un sacerdote franciscano nacido en Innsburck en 1902, que ingresó a la orden franciscana en 1938 y que fue ordenado sacerdote en 1941. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió como paramédico en el ejército alemán. En 1944 fue capturado por los estadounidenses y fue liberado en 1945. El 2 de febrero de 1946 peregrinó al santuario de Mariazell para agradecer a la Virgen su regreso de la guerra, y allí escuchó una voz interior que le dijo: “Haced lo que os diga y habrá paz”. Estas palabras le recordaron el mensaje de Fátima, y en 1947, fundó la Cruzada Reparadora del Rosario por la Paz en el Mundo, la cual lideró hasta su muerte en 1982.
A partir de su fundación, miles de católicos austríacos empezaron a adherir a la Cruzada del Reparadora del Padre Pavlicek. Esta cruzada incluía confesión, bendición de los enfermos, rezo del Santo Rosario y celebración de la Santa Misa. Estos “asaltos de oración” –como él los llamaba- podían durar hasta cinco días. “La paz es un regalo de Dios y no de los políticos -decía el Padre a sus compatriotas- y los regalos de Dios se obtienen con la oración que asalta al cielo como los soldados asaltan un fuerte, con confianza y determinación”.
Por todas las ciudades, pueblos y aldeas del país se empezaron a extender como reguero de pólvora, las oraciones a Nuestra Señora de Fátima por la liberación Austria del comunismo soviético. El Santo Rosario se rezaba las 24 hs. del día, de manera que siempre había algunos austríacos orando por la libertad de su patria.
El más fervoroso de todos, naturalmente, era Padre Petrus. A todos les recordaba que el más ardiente deseo de la Virgen, era la conversión de los pecadores; y los animaba a acudir al Sacramento de la Confesión. En una gira por 11 pueblos de la región de Amstetten, el Padre escuchó unas 6.000 confesiones; y en otra oportunidad, pasó tres días con sus noches en el confesionario, al que no paraban de llegar los fieles.
Antes de la primera gran procesión, el Primer Ministro de Austria, Leopold Figl, le dijo al Padre Pavlicek: “Aunque fuésemos solo nosotros dos, yo iría. ¡Mi país lo exige!”. Figl asistió puntualmente con su rosario y su vela a cada procesión solemne, acompañado de sus ministros. Su sucesor, Julius Raab, continuó la tradición.
Corría el año 1955, y en Austria, más de medio millón de almas se había comprometido a rezar a diario a la Virgen de Fátima, pidiéndo por la conversión de los pecadores, la paz del mundo y la libertad para Austria. El 24 de marzo, los soviéticos invitaron a los austriacos a una conferencia en Moscú. Antes de partir, Raab le pidió a Pavlicek: “Por favor, reza y pídele a tu gente que ore más fuerte que nunca”.
Y lo que parecía imposible, ocurrió: el 15 de mayo los comunistas firmaron un tratado garantizando la independencia de Austria. El último soldado ruso abandonó el territorio austríaco el 26 de octubre de 1956. Durante la procesión de acción de gracias, el Primer Ministro austríaco declaró: “Hoy nosotros, con el corazón lleno de fe, clamamos al Cielo con gozosa oración: Somos libres. Oh María, te damos gracias”.
El imperio soviético cayó, pero la ambición de poder y dominio no han desaparecido de la faz de la tierra. En la actualidad, unas pocas personas muy poderosas, a quienes podemos llamar “los amos del mundo”, pretenden imponer su “agenda global” en todo el planeta. Ante ella, todos los países del globo deberán arrodillarse de aquí al año 2030, so pena de ser “cancelados”. La amenaza de un control hegemónico global, se cierne sobre el orbe. El peligro de que los países pierdan su soberanía -y con ella su identidad, sus tradiciones, sus creencias-, y de que los católicos pierdan su fe, o de que se vean obligados a pagar cara su fidelidad, no sólo es real: es enorme.
Ante esta circunstancia… ¿qué tal si empezamos: “Dios te salve María…”
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