El problema central del hombre moderno, según Knight, es un problema moral. El liberalismo histórico ha destruido la religión convencional, pero no ha ofrecido ningún sustituto eficaz para ella; como resultado, el hombre se ha volcado con demasiada facilidad hacia el nihilismo o hacia la deificación del Estado. Lo que los hombres necesitan, en cambio, es una moral común fundada en la verdad, la honestidad, el respeto mutuo y una “buena conducta deportiva”. Esta es la ética que el liberalismo debería haber producido pero que, de alguna manera, no ha logrado conseguir…
James M. Buchanan (1919-2013), premio Nobel de Economía (1986), escribiendo sobre Frank H. Knight, su mentor en la Universidad de Chicago.
Buchanan fue de los primeros en utilizar herramientas económicas para el análisis de problemas dentro del campo de estudio de la ciencia política. Partiendo de la observación que las políticas públicas las formulan individuos con intereses propios, el economista sureño analizó de forma sistemática las instituciones y los marcos legales que condicionan las decisiones públicas. En efecto, los análisis de Buchanan invariablemente circulaban en torno a la economía política y no a la economía pura, entendiendo por economía política la comprensión de la toma de decisiones públicas y sus efectos en la distribución de la riqueza y las rentas dentro de una sociedad. Evidentemente, las decisiones de un Estado no pueden quedar reducidas a una estrecha gestión macroeconómica, limitada a calibrar las políticas monetaria y fiscal. Mucho menos, el Estado no puede ignorar que, en muchos casos, no intervenir en la microeconomía no significa neutralidad, sino simplemente habilitar el mantenimiento de posiciones de privilegio que atentan contra la dinámica económica.
En su columna de esta semana en el diario El País, el economista Carlos Steneri explica con claridad el dilema macroeconómico al que se enfrenta nuestro país. Concretamente, argumenta que pretender controlar la inflación subiendo las tasas de interés redundará en ventas especulativas de dólares y un mayor atraso cambiario, desestimulando al sector exportador y fomentando la sustitución de productos nacionales por importados. La salida de esta trampa pasa, según Steneri, por achicar el déficit fiscal y promover un mayor crecimiento económico, sin dudas un desafío muy difícil para un equipo económico que tomó el timón con un tablero cuyos indicadores de solvencia fiscal oscilaban entre el amarillo y el rojo.
Para salir de este rincón de postración en que nos dejó la gestión astorista-bergarista, resulta evidente que no alcanza con las tradicionales palancas de gestión macroeconómica, resultando necesario introducirse en la microeconomía. Es imperioso trascender el mundo de las tasas de interés y el déficit fiscal para entrar en el mundo de la economía política descrito por Buchanan; un mundo en el que existen intereses encontrados, reguladores capturados por sus regulados, posiciones dominantes, protecciones a los importadores, etc. En fin, el mundo real, no el mundo de los modelos. Es ese el mundo que observa el senador Manini Ríos y que motiva la mayoría de las propuestas que formula su partido. Naturalmente, este camino provoca fuertes resistencias; pero solo destrabando la micro es que vamos a lograr salir del dilema macroeconómico, sin caer por enésima vez en la trampa de las políticas de austeridad.
La primera de las propuestas de Cabildo Abierto pasa por la reforma de un sistema impositivo que penaliza al trabajo y a las pymes. Este esquema tiene sentido en una economía avanzada con desempleo acotado y necesidad de mejorar su parque industrial para aumentar la productividad de la mano de obra, fomentando la creación de trabajos de alto valor agregado. Pero Uruguay no es un país ni avanzado ni industrializado, y su economía exhibe un alto grado de desempleo estructural. Uruguay necesita en forma urgente desgravar el trabajo y por allí pasa el punto neurálgico del discurso de Manini Ríos.
El sistema de incentivos de la COMAP con posterioridad a la crisis del 2002 fue puesto como forma de poner nuevamente en marcha la economía, incentivando la inversión. Esto funcionó muy bien en sus inicios y hasta el momento que el economista Fernando Lorenzo se mantuvo al frente de la cartera de economía. Pero a partir de su salida el sistema se empezó a degradar, y en lugar de financiar máquinas y fábricas, el Estado terminó haciendo importantes sacrificios fiscales para financiar la construcción entre otras cosas de hoteles, shoppings, supermercados y edificios de oficinas.
En efecto, cuando Manini Ríos se refiere a las cadenas de supermercados, no lo hace desde la añoranza del almacén del barrio o una glorificación de lo pequeño. Por el contrario, está poniendo la mira en un régimen fiscal que implica que el Estado subsidie una parte sustancial de la inversión en edificios y equipamientos de estos grandes emprendimientos, contra los cuales deben competir los pequeños comercios, colocando al Estado en la insólita posición de subsidiar grandes emprendimientos financiados con impuestos al trabajo y pymes; esencialmente todos aquellos que no pueden o no saben cómo acceder a las múltiples exenciones fiscales. Visto de esta manera, la cancha está sesgada por el propio Estado. Y esto, lejos de ser el resultado de la creación destructiva de Schumpeter o la mano invisible de Adam Smith, es consecuencia lógica de un Estado que subsidia a las grandes superficies en detrimento de los pequeños comerciantes.
El segundo problema es que la concentración de las cadenas comerciales otorga un poder de negociación sobre-normal respecto a los proveedores locales, que de a poco van desapareciendo o convirtiéndose en importadores. En este juego perverso, los únicos que sobreviven son aquellos que tienen poder monopólico propio gracias a sus marcas y a la preferencia de su producto por parte de los consumidores, afectando en este caso a los proveedores nacionales que quedan relegados a producir marcas blancas “a piacere” de las grandes cadenas. Y de vuelta, con ello desaparecen otra multiplicidad de pymes y empleos.
El tercer problema es que las exenciones fiscales tienden a concentrarse en el sector no-transable de la economía, lo que resulta en un encarecimiento de las exportaciones. Lo expresa muy bien Ricardo Hausmann en una columna reciente, donde explica el círculo vicioso que se produce cuando el mercado doméstico es dominado por grandes conglomerados que usufructúan posiciones dominantes en el sector no transable internacionalmente, como es el caso del comercio minorista, la banca, los seguros, la construcción, las telecomunicaciones y las bebidas (“por lo general, cerveza y gaseosas”). Esto les permite ser más generosos con sus trabajadores, pero se trata de “industrias” que lejos de producir divisas, las consumen, y su crecimiento desproporcionado atenta contra la competitividad de las exportaciones. Y dadas las preocupaciones con la deuda externa, deberíamos cuidar más a los sectores que producen divisas o que evitan consumirlas. Es verdad que hace mucho tiempo que el país no experimenta escasez de divisas, pero ello no quiere decir que sigamos circulando a contramano de un sano equilibro externo.
En resumen, las propuestas de Cabildo Abierto tienen un leitmotiv que pasa por igualar las condiciones iniciales en la competencia. Los mismos principios sobre los cuales José Batlle y Ordóñez, Domingo Arena y Pedro Manini Ríos construyeron los pilares del Uruguay moderno. Con la macro arrinconada, llegó el momento de las reformas microeconómicas. Si es que verdaderamente queremos colocar a nuestro país en una senda de crecimiento y oportunidad para todos los uruguayos.
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