Gustavo San Román viajó muy joven a Reino Unido para trabajar y desarrollarse como intelectual. Estudió en las universidades de Nottingham y Cambridge para recalar desde 1989 en la Universidad de St. Andrews en Escocia como experto en literatura uruguaya y latinoamericana. Publicó recientemente una biografía intelectual de José Enrique Rodó donde dedica varias páginas a refutar algunas etiquetas que se le atribuyen al autor de Ariel. En entrevista con La Mañana, San Román aborda también algunas notas de la identidad cultural uruguaya y el impacto de la inmigración.
¿Qué lo marcó de sus primeros años en el barrio Atahualpa?
Haber ido a la escuela Bélgica. En el final de mi último libro sugiero que su origen se debe, un poco en chiste y un poco en serio, a una experiencia que tuve allí. Ese país despertaba admiración y cariño de Rodó. Espero poder ir a la escuela en estos días a regalarles un ejemplar.
Nací en 1956, tenía una vida de barrio, de esos de antes que más o menos siguen, de ver gente por la calle, de clase media. Mi padre trabajaba como gerente de una compañía constructora; en esa época las madres no trabajaban. No teníamos casa en Montevideo porque alquilábamos, pero nos hicimos una casa en El Pinar. Pasábamos tres meses del año allí. Era un mundo en el que, más o menos, parecía que el país andaba bien, había tranquilidad.
Luego viví todo en carne propia, primero los conflictos de dos extremos con “los bolches” y “los fachos”. En el preparatorio estudié literatura, pero hubo huelgas todo el año, con una efervescencia política complicada. No me metí en nada, pero mis padres eran simpatizantes de Wilson Ferreira.
¿De qué manera es que llegó a la situación de tener que viajar a Inglaterra abordo de un barco que transportaba arroz?
Toda la vida aprendí inglés en el Anglo, desde los ocho años. Pero no era intensivo, llevaba mucho tiempo hacerlo, y de a poquito llegué a formarme como profesor, y comencé a dar clases en el anexo que está frente al Museo Juan Manuel Blanes en el Prado. Justamente el mismo año en que llegó Richard Cowley, que era el director.
También trabajaba en Saidat, una importadora de tractores de Inglaterra, que ya no existe, en las calles Nicaragua y Paraguay. Me querían mucho porque yo hablaba inglés, entonces charlaba con los ingleses que llamaban. Al mismo tiempo seguía estudiando filosofía en el Facultad de Humanidades.
En esa época estaban los ‘tiras’ en la puerta de la facultad, y capaz te decían que no les gustaba la camiseta que tenías, o el pelo largo. Me sentí asfixiado por la situación. Una amiga del Anglo me contó que estuvo en Inglaterra, porque fue de asistente de español en un colegio al sur de Londres. Me dio dos direcciones. En la embajada no me ayudaron, pero escribí allá y un hombre de Londres me contestó y me dijo que me iban a dar un puesto en un colegio de niñas.
La cuestión era cómo viajar, porque ganaba un salario mínimo, y justo mi padre murió en esa época. Tomarme un avión era imposible. Uno de mis compañeros de clase, Eduardo Cartelle, trabajaba en la Agencia Latinoamericana, una agencia mercante. Me había dado la idea de que había barcos de carga que tenían camarotes para invitados de la tripulación y me animó a que pregunte. Mi amigo convenció a un griego de un barco que me entrevistó y al final me dijo que me llevaba. Por lo que terminé yendo en un barco de carga de arroz. Viajé 19 días hasta Rotterdam, y después pasamos a Bremen, Hamburgo y luego subimos a Liverpool, donde me quedé.
Llegó en un momento convulsionado en Reino Unido, casi al inicio de la era Thatcher. ¿Cómo vivió ese contexto?
Era el país del “invierno del descontento”. Yo llegué en el final del laborista Callaghan que tenía un problema grande con los sindicatos, que eran poderosísimos. No entendía mucho, solo recuerdo que las calles estaban llenas de basura por la huelga de basureros. Luego Thatcher llegó y se enfrentó sobre todo a los mineros. Batallas campales.
Fui por un año y después no quería volverme a Uruguay. Yo había visto un país laico, democrático y de golpe llegó la dictadura; no podía volver. Era una persona con aspiraciones intelectuales y en mi país no lo podía hacer. Quería formarme bien en inglés y me iba a ir a un pueblo a las afueras de Londres, aunque no sabía ni dónde iba a vivir.
Pero tuve mucha suerte y un gran amigo llamado Anthony Howick me dijo que haga el curso en un año y al final hice tres años de clases. Mientras estuve trabajando de lector, dos en el mismo colegio y después en un colegio católico.
Un día me puse a leer unos folletos y había uno de becas para estudiantes. Los requisitos eran tener tres años en el país, dos años en el mismo municipio y yo cumplía las dos cosas. Fue complicado, pero me dieron una beca en Nottingham, y me anoté en español para poder dar clases luego. Tenía 25 años, me daban plata para que estudiara full time, una beca total, y lo único que tenía que hacer era estudiar. Me saqué sobresaliente y eso automáticamente me daba derecho a un doctorado y me fui a Cambridge. Todo eso fue un cambio enorme.
En 1982 se produjo la guerra de Malvinas… ¿lo afectó de alguna forma estando en Inglaterra?
La guerra de las Malvinas me preocupó mucho, porque estaba en un momento en el que era de un país con militares, donde también había una Junta, y los países cuando están en guerra con otro internan a los ciudadanos de ese otro país para controlarlos, entonces temía que hicieron eso en Inglaterra. Seguí el minuto a minuto de la guerra. Pero Uruguay no se involucró e incluso le dejó un piso del Hospital de Clínicas a los heridos británicos de las Malvinas.
Mi libro Soy Celeste está inspirado en una idea de un británico que hizo “qué es ser inglés y que es ser irlandés”. Lo que digo en el libro, un poco en broma y un poco en serio, es que antes de la guerra de Malvinas nosotros fuimos invadidos nueve meses por los británicos en 1807, y sugiero que eso nos dejó a los uruguayos una idea de lo que es el “common sense” y el “compromise” que es cuando estás balanceando los intereses de dos.
¿Cómo surgió su interés por la literatura?
En Gran Bretaña, para entrar en la universidad te hacían una entrevista. En la que me metí era elitista, meritocrática. En esa época entraba el 5 u 8%, ahora es el 50%, está lleno de universidades. Tuve una entrevista con un catedrático irlandés, gran medievalista, catalanista y yo era como un “bicho raro” porque todos eran ingleses. Me preguntó por qué quería hacer español y le dije que quería estudiar literatura. Fui a estudiar lingüística, literatura y lengua, y ahí descubrí mi gusto por la literatura y un método literario que es el “close reading”, el análisis textual, que se hace muy poco en español. Como escritor le escribo al interesado de la calle, al inteligente, educado, pero no escribo pesado, me gusta que sea ameno.
Cuando me fui para Cambridge me puse a hacer literatura latinoamericana, elegí Uruguay y mi primer contacto fue con la obra de Horacio Quiroga, Felisberto Hernández y Cristina Peri Rossi. Después empecé a leer a Zorrilla de San Martín, a Juana de Ibarbourou, a Juan Carlos Onetti -una gran pasión mía- y a José Enrique Rodó -que es inevitable-. Tengo las obras completas de “Viejo Pancho”, lo gauchesco me gusta mucho. Voy 33 años estudiando literatura uruguaya, me importan mucho los clásicos. Siempre digo que Rodó es muy necesario para entender a Uruguay.
¿Qué genera más interés de la literatura uruguaya?
Creo que lo primero que se lee en el mundo es Rodó. Un dato interesante es que en Gran Bretaña se crearon los institutos de Latin American Studies, donde se estudia el continente desde varios puntos de vista: antropología, sociología, economía, cultura. Y en 1967, uno de los primeros textos que sacó Cambridge University Press se dedica a estudiar a Rodó. También hay gente interesada en Eduardo Galeano, o en Juan Carlos Onetti, tal vez Delmira Agustina.
¿A qué atribuye ese impacto de Rodó en América Latina y en el resto del mundo?
En su momento fue porque era la primera voz cultural que retomó el mensaje bolivariano. Bolívar decía: vamos a ser unidos políticamente. No le fue bien. Rodó a principios del siglo XX, y siguiendo la guerra de Cuba, se inspira, en parte, para hablar de lo que es la identidad latinoamericana. Rodó es el gran ensayista de lo que quiere decir América Latina.
Rodó examina la literatura de su tiempo. Es una especie de juez evaluador de lo que estaba pasando. Su estudio sobre Rubén Darío debe ser hasta hoy uno de los más importantes del poeta latinoamericano por excelencia. En ese contexto considero que ahí empieza la literatura moderna, seria.
¿Rodó fue un incomprendido? ¿Se enfrentó al sistema de su tiempo?
Le dedico muchas páginas a José Batlle y Ordóñez y a Rodó, es imposible no admirarlos, dos contrincantes gigantescos. Hay una caricatura que está Batlle con un mazo por pegarle a Rodó y, de alguna manera, esa confrontación me parece que marcó a Rodó. Me han entrevistado de varios medios uruguayos en este último tiempo, pero nadie de la izquierda, porque tienen una concepción de Rodó distinta.
¿Hay ciertos equívocos cuando se lo acusa de elitismo o torremarfilismo?
Creo que viene por el enfrentamiento con Batlle, que tiene varias caras. Una es la de los crucifijos. La otra es la noción de las ocho horas. Y también lo del colegiado. Lo primero me parece incomprensible en un país laico y encuentro la explicación en su respeto a la religión. Y me parece que la versión de Pedro Díaz era jacobina, drástica. Y Rodó no estaba para lo drástico, está en contra de lo radical. En cuanto a lo segundo me parece muy sutil, porque no hay que pensar en las ocho horas de ahora, sino hace 100 años y Rodó decía: da la oportunidad, pero no los obligues. Y lo tercero, el colegiado, no funcionó.
¿Se formó una leyenda negra sobre Rodó?
Podría usarse ese término. Me dedico mucho en esta biografía tratando de destruir la idea de que era no era democrático y era elitista. Contrasto con dos historiadores, uno británico que hacen un mejunje de fuentes para decir que es conservador. Y después con Barrán, sin duda el gran historiador de la segunda mitad del siglo XX, pero que creo que no leyó bien a Rodó.
¿El arielismo ha sido su principal legado?
Es el gran tema que habría que continuar estudiando. El arielismo quiere decir: vamos a hacer lo mejor que podamos como individuos, y unidos, para mejorar la sociedad que tenemos. Creo que eso vale. La idea de la meritocracia -en vez de elitismo- que expone en Ariel es: el Estado tiene que asegurarse de que todos tengan la misma oportunidad. Una vez que eso esté habrá gente más capaz que otra en ciertas cosas, y lo ideal es que ellos sean quienes lleven los gobiernos adelante. Eso dice Ariel. Me parece indudable que queremos que los mejores estén arriba y tomen esa responsabilidad. No los mejores por clase, sino los mejores por mérito.
En cuanto a la relación de Rodó con Estados Unidos algunos señalan que tenía una especie de sentimiento antinorteamericano, pero en realidad no es exactamente así. ¿Qué significaba el rechazo a la nordomanía?
Él escribe en un momento en el que pasan dos cosas: acaba de ganarle Estados Unidos, violentamente, a un país hermano. Y él dice que ese país hermano debería ser libre, sin que nadie de afuera llegue para hacerlo. Si pensamos hoy en Afganistán, Irak, Siria, Libia, ¿funcionan esos cambios que llegan desde afuera?
La otra cosa es que estábamos en un momento donde comenzaba a llegar mucha gente al país. Y Rodó dice: tenemos un gigante en el norte con un modelo que lo que más les interesa es lo utilitario, ganar dinero. Los admira por su democracia, por sus avances tecnológicos, pero le preocupa que no nota idealismo en ellos. Parece que no dan puntada sin hilo, lo que hacen es concentrarse solamente en ganar dinero. Pero no se pronuncia contra Estados Unidos, incluso dice que espera que en algún momento haya idealismo allí.
Una crítica totalmente justificada a Rodó es que no habla de los indígenas. Lo acepto. Lo único que puedo decir es que no tenía en su experiencia personal amerindios. Pero habla muy emotivamente de los charrúas. Saqué un texto que no era conocido acá y habla de forma sensible. Pero por otra parte, ¿cómo nos vamos a comunicar los latinoamericanos? ¿en mapuche? No. Para poder tener un proyecto conjunto, nos comunicamos en español, no en lenguas indígenas. Entonces acepto que no se haya preocupado por ese tema, pero no acepto que la gente diga que odiaba a las minorías. Rodó era una persona humanista que quería que mejore la humanidad.
Usted llega a la conclusión en uno de sus libros que la idiosincrasia uruguaya es la nostalgia, ¿qué significa eso? ¿A qué se puede atribuir?
Somos todavía bastante grises. La nostalgia, sin duda, está ahí, porque hubo tiempos mejores y todavía sigue habiendo una estructura social envejecida. Se está hablando ahora en el Parlamento de subir la edad de jubilación a 65 años, y es insólito en el mundo que la gente se jubile a los 60 años. En mi caso, oficialmente me puedo jubilar a los 67, mi mujer a los 68. Hay una mentalidad dominante muy homogénea en este país. Hay raros, hay excéntricos, pero, en general, la gente es de hacer lo mismo. Tiene una cosa muy positiva que es que hay una cierta cohesión social muy fuerte, la gente está de acuerdo en casi todo.
¿Cómo ve el fenómeno de la inmigración latinoamericana en Uruguay? ¿Qué impacto puede tener en nuestra identidad cultural?
Creo que somos muy parecidos. En este caso creo que las personas se van a integrar sin problema. Hay una serie de programas de un español que habla de “los nuevos uruguayos” y va por distintas comunidades, y el mensaje general es que las personas están felices de estar acá. Uruguay es un país positivo en muchos sentidos. Vienen como yo me fui de Uruguay, con ganas de irse de sus países y trabajar. Y me gusta porque soy un latinoamericanista, un rodoniano en ese sentido.
En el liceo nro. 1 de Montevideo está el mural de Rodó que hizo un venezolano. En la revista del Patrimonio se cuenta que Rodó estaba enfermo, melancólico y se va a Pisa y vuelve. Estando acá oye voces de jóvenes que están felices por la calle, habla con ellos y eran venezolanos. “Arielizamos”, dice Rodó. Los venezolanos estaban encantados con Rodó, por su ensayo sobre Bolívar. Hay un álbum de firmas del gobierno y el Parlamento venezolano de aquel tiempo agradeciéndole a Rodó por su trabajo sobre Bolívar.
Ariel en las aulas
Gustavo San Román es el autor de José Enrique Rodó. Una biografía intelectual recientemente editado por Planeta. “Espero que este libro de Rodó ayude a la gente a entenderlo. Es un producto que llevó muchísimos años de trabajo y creo que lo que tiene que pasar con Rodó es que vuelva a las aulas”, señaló el autor.
También se refirió a las repercusiones del fin de semana del Patrimonio dedicado a Rodó en este 2021. “Hay todo un movimiento ahora que es insólito, aunque efemérides hubo siempre. Yo me puse en serio con esto cuando el embajador en Londres en 1999 se estuvo preparando el centenario de Ariel. Y en 1917 un gran evento aquí que lo abrió Tabaré Vázquez”, recordó San Román. “Me gustaría que los niños estudien alguna parábola de Rodó y que se lea Ariel en secundaria”, subrayó.
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