La democracia, librada a sus propios instintos (analizada magistralmente por Tocqueville en su famosa obra sobre los Estados Unidos), corría el riesgo de aplastar al individuo independiente bajo el peso de la voluntad colectiva, del número más sensible a lo pasional que a lo racional, e impaciente ante cualquier oposición. La lógica desenfrenada de la igualdad amenazaba la libertad. La reducción de las voluntades individuales a la unidad de un todo indiferenciado favoreció el desarrollo de un despotismo centralizador hostil a las diversidades intelectuales y locales, uno que voluntariamente desprecia los derechos individuales. Esto condujo al jacobinismo y a su pretendida democracia “absoluta”, al bonapartismo o al cesarismo. Por estas razones, algunos pensadores liberales de fin de siglo (ndr. XIX) mostraron hacia la democracia una creciente desconfianza y se volcaron hacia un conservadurismo fuertemente inspirado en las ideas de Burke.
En sentido inverso, el liberalismo, librado a la estricta lógica de su individualismo negativo, dio como resultado el vaciamiento de sustancia de la democracia, en tanto que el poder del gran número en beneficio del gran número, reduciendo la democracia a una mera forma jurídica. El individuo soberano del liberalismo clásico exigía en efecto que el Poder se abstuviera (salvo de las funciones indiscutibles del Estado: policía, justicia, finanzas, defensa nacional, diplomacia). Contra esto, algunos pensadores, deseosos de adaptar el liberalismo a las auténticas exigencias de la democracia, protestaron en nombre de un individualismo amplio y positivo. Fueron un Renouvier en Francia (Science de la morale, 1863); un T.H. Green en Inglaterra (véase su conferencia en Oxford en 1880 sobre la sobre la libertad de contratación). Los dos eran neokantianos; ambos hacían hincapié en el libre y pleno desarrollo moral del individuo. Pero asignaban al Estado el deber de crear sistemáticamente (bien alejado del “laisser faire”) las condiciones externas para este desarrollo, lo que implicaba una acción del Estado contra un mal entorno social, factor de ignorancia, de enfermedades, de viviendas insalubres, todos ellos obstáculos para el libre ejercicio de las facultades individuales. Del mismo modo, el Estado tenía el deber de impedir los abusos de la propiedad privada, de la desigualdad económica y de la libertad de contratación, ya que todas estas instituciones eran justificables en función de que permitieran a los individuos realizar su potencial; y dejarían de serlo cuando resultaran en abusos que obstaculizaran el desarrollo de categorías enteras de individuos, y crearon monopolios para los privilegiados.
Extraído de “El siglo XIX y el nacimiento de las ideologías”, de J. J. Chevallier
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