Sorprendió la columna de Juan Martín Posadas el domingo pasado en El País. Fiel a su estilo, el docto referente del Partido Nacional, comienza haciendo un llamado a “deslegitimar el discurso excluyente”, promoviendo en su lugar un “estilo y un clima político tolerante”.
Pero rápidamente da un giro y en una especie de obertura wagneriana, comienza in crescendo a hablar de los blancos, del Partido de gobierno, del Partido que ganó las elecciones, para luego adentrarse en la metafísica nacional afirmando la necesidad de construir el “alma de este país”.
Un discurso de este tenor podría haber pasado desapercibido en 1959, en ocasión de un homenaje al caudillo caído en Masoller, y luego de casi un siglo con el Partido Nacional fuera del gobierno. Pero parecería desentonar con la realidad política de nuestro país en 2021. En primer lugar, el Partido Nacional no ganó las elecciones, ya que obtuvo el segundo lugar en la primera vuelta con un 28.5 % de los votos.
Luego de esta instancia, acordó una coalición junto al Partido Colorado, Cabildo Abierto, Partido Independiente y el Partido de la Gente que llevó al Dr. Luis Lacalle Pou al gobierno en la segunda vuelta. El acuerdo quedó plasmado en un documento firmado por los representantes de los cinco partidos políticos integrantes de la coalición denominado Compromiso por el país.
En segundo lugar, todos los análisis políticos coinciden en destacar que tanto el Partido Colorado como Cabildo Abierto lograron atraer votantes del Frente Amplio, lo que eventualmente terminó permitiendo el triunfo de la coalición republicana en la segunda vuelta.
Tercero, el acuerdo se ha consolidado a nivel legislativo, ya que todos los partidos de la coalición han acompañado al gobierno en las votaciones que refieren al presupuesto y a los compromisos asumidos ante la ciudadanía.
La no existencia de un acuerdo formal respecto a la conducción del Ejecutivo quizás contribuya de algún modo a esta osada confusión. En Alemania, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista mantuvieron a Merkel en el poder desde 2005 hasta esta parte, en un gobierno de coalición que se basaba en un acuerdo a nivel legislativo y ejecutivo. Claramente a ningún dirigente de fuste demócrata cristiano se le hubiera ocurrido un acto de dominio que pudiera arriesgar la cohesión del ejecutivo durante un período de gobierno, cuando no había elecciones en juego.
Lo que nos lleva a reflexionar acerca de la necesidad de agitar las aguas internas de la coalición a pocos meses de la inminente votación para defender la LUC. ¿No es un momento para reforzar la unidad entre los partidos que la componen?
Lamentablemente, si la coalición no logra converger de forma armónica, será la ciudadanía la que sufrirá las consecuencias, por lo que es un momento de responsabilidad y no de desvaríos románticos.
Cuando se habla de construir -da lo mismo fundar- un país, en clave partidaria suena a sectarismo, aunque la afirmación se la pretenda suavizar negando cometer soberbia.
Cuidado con caer en la vanidosa trampa de creerse un puro (o Catharo).
¿Al gaucho Martin Fierro lo podríamos partidarizar?
Estos desplantes nos retrotrae a remotos tiempos, donde la soberbia mesiánica del poder, llegaba a jactarse de ejercer el gobierno excluyente de partido, con “la bandera colorada al tope” e “influencia directriz” incluida, que dio motivo justificado a más de un alzamiento blanco.
Cada país tiene un alma que lo singulariza. El nuestro, guste o no, es de base católica, la misma formación que exhibió el General Artigas hasta su último día en el exilio. Repitamos con la gran Teresa de Ávila, “Obras son amores, que no grandes razones”.
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