En general, a medida que avanza la globalización, los acuerdos comerciales se van convirtiendo más en una redistribución de los empleos de cuello azul de los países de altos ingresos hacia los de bajos ingresos, y menos en una ampliación del tamaño de la torta económica a través de aumentos en el nivel de producción. Estas consideraciones marginalistas han enriquecido la cuenta de resultados de las empresas (pensemos en Amazon) y de los administradores profesionales, pero las consecuencias políticas son claras: la globalización se ha vuelto cada vez más polémica, si no insostenible. El caso empírico del NAFTA y la historia con China lo confirman. La globalización ha aportado pocos beneficios de eficiencia a la economía estadounidense. Los grandes desequilibrios comerciales y otros efectos sociales secundarios resultantes han generado pérdidas agregadas y pasivos sociales. Los beneficios generales de la liberalización del comercio con las economías de bajos ingresos son, en verdad, de cero a negativos, al menos para el país desarrollado. Se suponía que el comercio se basaba en la reciprocidad, pero resultó ser una calle de sentido único. Estudios recientes señalan a la competencia comercial como el factor clave en el descenso de la participación de la mano de obra en las distintas industrias de Estados Unidos desde la década de 1980. Hable con cualquier familia de clase media o visite cualquier ciudad o fábrica de las zonas afectadas y podrá conocer esta realidad de primera mano, de cerca y en persona.
¿Los que han quedado atrás, los hombres y mujeres olvidados –en términos trumpianos– han sido compensados por los claros efectos distributivos de la globalización? La realidad es que no, a menos que consideremos que el acceso a juguetes de plástico baratos es más importante que proporcionar un medio de vida a las familias. En el momento actual nos encontramos atascados importando inflación, por falta de capacidad de transporte para importar bienes cuyos precios están subiendo, sobre todo porque también estamos importando nuestro petróleo en lugar de competir contra el cartel de OPEP. Los beneficios del comercio internacional, tal y como lo argumentó originalmente Adam Smith –y los que posteriormente trataron de canonizar su pensamiento–, pueden hacer que pasemos por alto las diferencias históricas. Un trabajador desplazado en nuestra era moderna (a diferencia de un jornalero o un agricultor en el siglo XVIII) ya tiene una hipoteca de su casa, los pagos del coche, la educación de sus hijos y muchos gastos generales. Para muchos, cambiar de profesión o reciclarse no es tan sencillo: el trabajo no es tan “fungible” como cuando representaba fundamentalmente una actividad física dividida en segmentos de tiempo. A decir verdad, resulta más que difícil, especialmente para los trabajadores de mediana edad que han trabajado en un solo empleo y en un solo lugar, como prometía el contrato social estadounidense.
Theodore Roosevelt Malloch, en American Greatness
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