John J. Mearsheimer viene alertando sobre los peligros de atar la suerte de la democracia a las necesidades y los dogmas del liberalismo económico, ejercicio que el catedrático de la Universidad de Chicago considera está “condenado al fracaso”. Ese es precisamente el título de uno de sus trabajos, en el cual explica con claridad el ascenso y la caída del orden internacional liberal que se procuró imponer una vez concluida la Guerra Fría; caída que según Mearsheimer “horroriza a las élites occidentales que lo construyeron y que se han beneficiado de él de muchas maneras”.
El final de la Guerra Fría en 1990 permitió a algunos ideólogos declarar el “final de la historia”, en un intento por consagrar al modelo liberal como vencedor. Pero en el tiempo transcurrido entre Yalta y la caída del muro de Berlín, el significado del término “liberal” fue mutando, y para cuando se impuso el Consenso de Washington, el rol fundamental del complejo industrial-militar estatal en el progreso material de Estados Unidos había quedado olvidado; como también la importancia de las políticas industriales y de ingresos durante los gobiernos de Eisenhower, que favorecieron el desarrollo de una vigorosa clase media.
Paradojalmente, ese mismo modelo que permitió vencer la Guerra Fría –que en la región calificaríamos despectivamente como “desarrollista”–, fue virtualmente abandonado por una nueva generación de gobernantes que, exhibiendo una fe religiosa en el funcionamiento de los mercados, se embarcó en una cruzada por exportar su credo al resto del planeta.
Por un tiempo esto pareció funcionar. Estados Unidos liberó la utilización de la Internet al mundo entero, dando lugar a un crecimiento vertiginoso de las inversiones en los sectores de alta tecnología para uso civil. Mientras tanto, en Europa las empresas alemanas –Treuhand mediante– no perdieron el tiempo, y comenzaron a devorarse cuanta empresa quedaba en pie del otro lado de la cortina, demoliendo fábricas y empleos de la noche a la mañana. Claramente se imponía una vocación por borrar todo rastro de la organización económica y social preexistente. Para ese momento los valerosos trabajadores navales de Gdansk ya habían quedado en el olvido como carne de cañón de un proceso que no los tenía como protagonistas de la nueva era. El Río de la Plata, en su afán por imitar las modas que vienen del norte, no fue ajeno a esta nueva tendencia y la adaptó con poco análisis y con bastante frivolidad. Pizza con champán.
Pero este modelo tenía un gran problema para universalizarse como pretendían sus ideólogos: China. En lugar de observar que el gigante asiático crecía siguiendo prácticas adoptadas en su momento por Estados Unidos, luego por Alemania y Japón, y muchos años más tarde por Corea del Sur, le abrieron las puertas al comercio con Occidente bajo la premisa que terminaría reconociendo la superioridad del modelo neoliberal y lo terminaría adoptando. Una vez integrada al bloque económico “liberal”, la población de China tendría oportunidad de reconocer la superioridad del sistema político liberal, ejerciendo presión para el establecimiento de una democracia. ¿Suena fantasioso? Pues bien, este es el supuesto bajo el cual las burocracias estatales de Estados Unidos y Europa trabajaron por más de dos décadas. Los resultados económicos, políticos y sociales están a la vista. Evidentemente, la Guerra Fría no se ganó con políticas económicas neoliberales, sino todo lo contrario. ¿Qué estaban pensando?
Este declive económico viene erosionando no solo el poder adquisitivo de las clases medias, sino que ha logrado menguar la dignidad de las personas y su voluntad para salir adelante. Este descontento viene encontrando expresión en la política, y en varios países occidentales emergen líderes que intentan hacer algo diferente, para horror de las élites dominantes. Es así que hace unos pocos días, un conocido intelectual de cabotaje se sinceró y admitió que Marx tenía “razón en algo”, explicando que “las sociedades se mueven más y más por motivos económicos, reduciendo la importancia que se le da a otros valores e instituciones”. Brillante descubrimiento, solo que omite aspectos muy importantes.
La verdad es que liberalismo y marxismo comparten la misma raíz universalista. Ninguna de las dos corrientes de pensamiento admite un “término medio”, mucho menos una alternativa. Al punto que Hayek, uno de los popes del liberalismo económico, llegó a argumentar que prefería un gobierno autoritario que implementara un programa neoliberal a un gobierno democrático que no adoptara políticas de mercado. ¿Cómo puede sorprendernos entonces que la democracia se degrade, si desde lo alto el mensaje a los ciudadanos es un “vale todo” económico? Resulta algo agraviante cargarle las culpas a una ciudadanía a la cual solo se la puede acusar de haber tolerado por demasiado tiempo políticas que dañaron a la sociedad desde su mismo cerno.
El papa Juan Pablo II advertía ya en 1991 que el desarrollo no debía ser entendido de manera exclusivamente económica, explicando que “no se trata solamente de elevar a todos los pueblos al nivel de que gozan hoy los países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna”. Es el trabajo solidario la base de la dignidad, no las construcciones intelectuales de aquellos que defienden prebendas y privilegios. Wojtyla no se olvidó nunca de los trabajadores del astillero.
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