Aprovecharemos la tenue tregua que atraviesa el país para tratar -ahora sí- el tema de nuestra Justicia. Señalemos que, desde la llegada de la democracia -y a partir del gobierno de Menem- la alta efigie de la Justicia volvió a mirar “de rabo de ojo a un costado” (como dice el tango), a escuchar hasta los susurros menos audibles y ponerle un contrapeso a su balanza.
Ese estado, también conocido como la puerta giratoria de este oblicuo Poder del Estado, motivó que en diciembre de 2016 un estudio de opinión pública realizado por “Voices!” a nivel nacional, daba este panorama: 78% desconfiaba de la Justicia; 77% se sentían poco o nada amparados por ella; 89% pensaban que no era igualitaria; 84% que favorecía más a los ricos y poderosos. Esa falta de imparcialidad también estaba vinculada a los jueces: casi siete de cada diez personas creían que no eran independientes del gobierno (sólo 21% pensaba que sí lo eran), ese pensamiento también se extendía a los fiscales, miembros de la Corte Suprema, Consejo de la Magistratura y abogados chicaneros. Casi un año después, la socióloga Marita Carballo daba estos datos sobre la evaluación brindada por la ciudadanía, apareciendo con menos del 50%: el empresariado con el 33%, los legisladores con 26%, la Justicia con 18%, los sindicatos con 16% y, por último, los partidos políticos con el 13%.
Decía José Hernández que la ley es como la tela de araña: “no la tema el hombre rico, no la tema el que mande, pues la rompe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos”. Y ello nos introduce de lleno en la cuestión del poder, como sinónimo de fuerza, influencia o dominio. Por poder -definía Max Weber- se entiende cada oportunidad o posibilidad existente en una relación social que permite a un individuo cumplir su propia voluntad. Para este sociólogo alemán el poder también estaba relacionado al ejercicio de una autoridad sobre un grupo social determinado en el que encontraba un grado de obediencia, por caso en las normas del derecho positivo, en donde el poder se vuelve legítimo. Aquí la máxima expresión era y es la Constitución, ley fundamental de la organización del Estado, que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones políticas.
Ferdinand Lasalle, en su clásico libro “Qué es una Constitución”, sostiene que los problemas de derecho son en última instancia problemas de dominio y que residen en los factores reales y efectivos de poder imperantes en la Nación. Así, una Constitución es la descripción de cómo interactúan todos esos factores o protagonistas de una sociedad, y la forma en que unos y otros reconocen y coordinan entre sí su posición. Hoy los gobiernos están conformados por un presidente, primeros ministros o autócratas, los parlamentarios y los jueces, los que se asientan sobre los factores reales de poder, entre los que encontramos a los grandes empresarios, la burguesía de la pampa húmeda, los medianos y pequeños empresarios, los trabajadores y sus gremios, los profesionales y sectores de la clase media, las fuerzas armadas, las religiones mayoritarias del país, los grandes medios de comunicación y redes sociales, amén de los múltiples y complejos intereses externos. Dejo afuera a los partidos políticos dada la crisis y vaciamiento que padecen desde hace muchos años, situación que es usufructuada por los respectivos núcleos decisorios comandados por los “referentes”, sean “jefes” o “jefas”.
Esta Constitución de factores reales es la verdadera, mientras que, según Lasalle, la letra impresa de aquella es una simple hoja de papel. Esta circunstancia existe “hasta que el derecho, por su parte, consigue acumular a su servicio la cantidad suficiente de poder para aplastar el poder del desafuero y la arbitrariedad”. Por eso que afirma que “sólo en la democracia reside el derecho, en toda su plenitud, y en ella residirá también pronto, en toda su integridad, el poder”. Aunque en las sociedades modernas este concepto esté amenazado por la creciente concentración del poder dentro de las instituciones principales.
En su libro “La élite del poder”, Wright Mills sostiene que aquellos factores reales suelen ser un escollo insalvable tanto para la democracia capitalista como para el orden socialista, dado que las elites tienden a ser homogéneas, contraponiendo su interés al de las mayorías, para lo cual necesitan complicidades y engaños. En Argentina, el monstruo creado por el menemismo fue perfeccionado posteriormente por el kirchner-cristinismo que, según Eduardo Fidanza, estructuró “una justicia federal devenida en oscura organización, colonizada por espías y opacos agentes para todo servicio (…) Hasta ahora, los pasos del macrismo fueron ambiguos en este fango”. A este concepto, el hombre común -el que sigue batallando por la igualdad ante la ley- lo ha sintetizado en las palabras de Alfredo Yabrán: el Poder es impunidad.
Seguramente es por ello que la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, en una de las rondas de los jueves y envalentonada por el triunfo de las PASO, afirmó el 22 de agosto último: “los jueces se están queriendo jubilar. Se quieren ir rápido como ratas, pero a ellos también los vamos a agarrar de la cola y no los vamos a dejar ir, van a tener que pagar lo que nos hicieron”. Y el Intendente ultrakirchnerista de San Antonio de Areco, Francisco Durañona, sostuvo que “tenemos que ganar en octubre para tener mayoría simple en el Congreso de la Nación (…) para que se apruebe un proyecto nuestro que amplíe la cantidad de miembros de la Corte. Y los miembros de la Corte tienen que ser militantes nuestros (…) que sabemos que van a defender jurídicamente los intereses del campo nacional y popular, y evitar que la ley de medios y la reforma judicial caigan en saco roto”.
Por su parte, el candidato a presidente Alberto Fernández manifestó semanas atrás que “no se puede decir que Lázaro Báez lavaba dinero”, afirmando a la vez que “Julio De Vido estaba preso arbitrariamente”.
Añadiendo que “algún día (los jueces federales) Ercolini, Bonadío, Irurzum, Hornos y Geminiani van a tener que explicar las barrabasadas que escribieron para cumplir con el poder de turno”. Aunque hace poco, a contrapelo de lo que se viene sosteniendo desde ese Frente político, elogió a los jueces de la Corte Suprema y dijo que no es necesaria ninguna reforma en el alto tribunal. A su turno, el juez federal Claudio Bonadio validó con pruebas el 6 de este mes los dichos de 31 arrepentidos en la causa de los Cuadernos de la corrupción, contrastando en una resolución de 120 páginas los testimonios con otras evidencias, como ser cruces de llamadas y retiros de dinero en los bancos.
Tiempo atrás, el Dr. Gregorio Badeni, profesor en la UBA, llamó la atención acerca de que los jueces “no deberían emitir sentencias en función de los tiempos políticos. Asimismo, de que nada se está haciendo para despolitizar al Poder Judicial (…), que relega a un plano secundario los reclamos de los gobernados”. A este respecto corresponde señalar que uno de los jueces que integraron la Corte Suprema durante el kirchnerismo, el “garantista” Raúl Zaffaroni, no sólo había jurado como juez durante la última dictadura militar sino que, además, había sido denunciado por rechazar 127 presentaciones de habeas corpus en casos de desapariciones forzadas, tal como lo menciono en mi libro “Argentina en su Laberinto”.
La gente ve a los empleados judiciales llenando folios tras folios durante meses, años ¡y hasta en muchísimos casos sumando décadas!; los largos peregrinares suelen terminar en fallos ya inútiles o contradictorios. Lo cierto es que los magistrados de la Justicia han incorporado la eternidad a los plazos procesales, robusteciendo el juicio de la calle acerca que el tiempo aleja la verdad y que la justicia lenta no es justicia. El caso más paradigmático fue el atentado a la AMIA en 1994 con sus 85 muertos y más de 300 heridos. El gobierno de Menem comenzó a embarrar la investigación “con la ayuda de sus servicios secretos, jueces, policías, periodistas y hasta banqueros, que aportaron los suyo para encubrir la verdad. La causa sumó medio millón de folios con jueces y fiscales que cambiaban. ¿Cuánto tiempo llevaría tan sólo leer semejante papelerío? Un diario porteño publicó en 2016 una carta de la mutual israelita con este cálculo: ¡demandaría diez años, hasta el 2027, leer el medio millón de folios!
El Dr. Lorenzetti, expresidente de la Corte, solía hacer un continuado mea culpa por las cosas que ese cuerpo no supo hacer durante su larga gestión; entre las más importantes estaban la falta de infraestructura edilicia y tecnológica, la imperiosa necesidad de más jueces, fiscales y personal judicial, la demora en generalizar los juicios orales y públicos. Su reemplazante, el Dr. Rosenkratz, afirmó en 2018 que la exención al tributo del pago de ganancias “no es la consagración de un privilegio, sino como se hace para que los jueces paguen ganancias sin que su sueldo de bolsillo se vea reducido”(¿?). Como vemos, la ausencia de Justicia por obra de una parte deleznable del Poder Judicial es un factor fundamental de la debacle argentina.