Una de las fallas conceptuales del Consenso de Washington fue su extremada confianza en que la liberalización de los mercados permitiría dinamizar la economía y facilitar el desarrollo de los sectores con ventajas competitivas. La otra fue inclinarse por sistemas de tipo de cambio fijo como mecanismo de control de la inflación, imponiendo una disciplina monetaria que no dejaba más opción que deflación doméstica como mecanismo de corrección de los problemas de competitividad.
Los desastres de Argentina en 2001 y Uruguay en 2002 fueron el fruto de una semilla sembrada en los primeros años de los 90, con gobiernos que implementaron con frivolidad las recetas impuestas desde afuera, cuyo objetivo era poner el clavo final en la tumba de la industria de sustitución de importaciones. Pero lamentablemente para nuestros países –no para los ideólogos que lograron reciclarse–, los dos pilares sobre los que se apoyaba ese decálogo doctrinario probaron ser muy endebles.
En lo que respecta a las ventajas comparativas, existe evidencia que demuestra que el tipo de bienes que un país exporta es relevante para su desarrollo económico. Esto se explica por el efecto de la difusión de “know-how” y los patrones de especialización en la producción de bienes, elementos que según los economistas Hausmann, Hwang y Rodrik (2005) llevarían a rechazar la teoría de las ventajas comparativas. En pocas palabras, rechazan el determinismo económico según el cual los fundamentos de un país –sus recursos naturales y humanos– definen los costos relativos y los consecuentes patrones de especialización. Si esto fuera así, cualquier acción por parte del Estado y del sector privado nacional para reconfigurar la estructura industrial del país no sería más que un ejercicio costoso y fútil. Por el contrario, si el estudio de los catedráticos de Harvard es correcto, no solo hay espacio para las políticas industriales, sino que las mismas contribuirían a poner al país en una senda de mayor crecimiento económico. Mirado con este prisma, otorgar exenciones fiscales a inversiones en el sector de los bienes no transables parecería el equivalente a circular a contramano del desarrollo productivo.
El otro error es más fácil de comprender ya que es un viejo conocido en el Río de la Plata: el tipo de cambio fijo, régimen en el que recaemos periódicamente, a veces explícitamente, la mayoría de las veces de facto. Resulta muy difícil que una empresa comprometa inversiones industriales para el mercado de exportación con un régimen cambiario que subordina la competitividad al objetivo de controlar la inflación doméstica. Sin dudas que hay que controlar la inflación, pero para ello existen otros instrumentos. Controlar la inflación deprimiendo el tipo de cambio equivale a matar los mosquitos del jardín bañando al barrio con DDT. ¿Quién en su sano juicio puede planear inversiones fijas –que se amortizan en décadas– arriesgando quedar fuera del mercado de exportaciones por años? No en vano las fábricas de celulosa –que exportan 100% de su producción– exigieron todo tipo de salvaguardas que les garantizan un grado de extraterritorialidad tal que resulta discutible la clasificación de sus exportaciones como “Made in Uruguay”. En efecto, el resto de los sectores se encuentra condenado a exportar con el menor valor agregado posible. Es así que, contando con una formidable industria láctea, terminamos exportando leche en polvo, mientras todo aquel que intente agregar más valor termina fundido. Supimos tener una industria de hilados y tejeduría de lanas, pero hoy solo llegamos a exportar tops, y en muchos casos hasta lana sucia. Lo mismo ocurrió hace tiempo con los cueros, que marchan semiprocesados al resto del mundo… La verdad es que cuando miramos la historia económica del Uruguay de la década del 60 hasta ahora, parece que estuviéramos observando la Revolución Industrial en reverso… ¿Llegaremos a ver que todo nuestro ganado se exporte en pie? ¿O será que Bill Gates y su carne sintética nos ganará la carrera?
Hoy flamean en el horizonte banderas que prometen una salida rápida a este estancamiento estructural que viene de hace décadas y que por un tiempo el astorismo-bergarismo logró disimular muy bien. Lo hizo con un potente mix de gasto público, atraso cambiario, prebendas fiscales y guiñadas a los varios oligopolios que se vieron beneficiados. La cuenta todavía no ha llegado, lo que explica la genuina preocupación de las autoridades económicas por evitar el fatal desenlace que nos esperaba si no cambiábamos el rumbo. El optimismo actual se centra en el alza coyuntural en el precio de los commodities y en las perspectivas de un TLC con China, una de las dos potencias mundiales y nuestro gran comprador de productos.
Este es un mundo algo desconocido para Uruguay, ya que siendo el primer acuerdo de libre comercio que firmaríamos, no hemos tenido oportunidad de experimentar su funcionamiento real con países de menor peso relativo. Claramente no tendremos una segunda oportunidad de potenciar nuestra capacidad productiva, por lo que constituye una magnífica oportunidad para revisar cómo nos posicionamos en términos de estructura industrial y competitividad. No es casual que el título del trabajo de los tres economistas de Harvard sea, “Lo que usted exporte importa”.
Lo absolutamente cierto es que no podemos caer en el mismo error de la década del 90, cuando una apertura poco estudiada dejó morir sectores históricos de nuestra industria… y no todos eran fábricas de bujías. Como bien expresó Confucio: “Un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Sin dudas tenemos mucho para aprender de China en términos comerciales e industriales, pero más importantes aún son las palabras de su gran sabio. En el mundo real, en ese en el que debemos proveer de alimento, vivienda, salud y educación a nuestra población, el camino no es la recompensa.
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