Ha trascendido que se selló un acuerdo entre el Frente Amplio, el Partido Colorado y el Partido Independiente para que en el 2022 se apruebe a todo trapo la ley que legaliza la eutanasia. Es decir que se exonere de responsabilidad a los médicos uruguayos que en determinadas circunstancias ayuden a morir a las personas “enfermas de una patología terminal, irreversible e incurable” o “afligidas por sufrimientos insoportables”.
El embrión original de esta discutible iniciativa se logró apenas comenzado este gobierno, entre los diputados Ope Pasquet (Partido Colorado) y Luis Gallo (Frente Amplio).
La diputada Cristina Lustemberg (FA) sube la apuesta y plantea que se debería votar un proyecto de ley de eutanasia “más amplio”, que contemple ese “derecho” en niños, niñas y adolescentes y en las “personas con alguna afectación de la salud mental”. “Creo que tenemos que dar un paso mucho más allá del proyecto, que con mucha valentía y respeto presenta el diputado Ope Pasquet”, afirma la dirigente frenteamplista. “Tenemos que ir a una ley que sea garantista de los derechos que tienen las personas. Todavía no contemplamos dos grandes temas de acuerdo a nuestra visión personal: el derecho de los niños, niñas y adolescentes manteniendo la autonomía progresiva, el Código que está vigente y el derecho de las personas con alguna afectación de la salud mental”, expresa con entusiasmo la legisladora progresista.
Esta manera de pensar, a partir de la fundación del grupo MADU (Grupo de apoyo para una Muerte Asistida Digna en Uruguay) el pasado 5 de agosto, está adquiriendo los ribetes propios de una ideología fundamentalista.
¿Con qué criterio se evaluaría y quiénes serían (¿semidioses?) los llamados a tomar la tan delicada decisión de ponerle fin a la vida humana? ¿Cómo se calcula la “patología terminal” cuando el principio rector de la medicina siempre fue de que mientras hay vida hay esperanza? ¿Cómo se miden los “sufrimientos insoportables” y cuál es el límite del dolor que en algún momento golpea ese abismo insondable, que es el alma humana, para habilitar a ayudar a tomar la posición de que un ser humano renuncie al compromiso con la vida, que adquirió al nacer? Pensamos con pesadumbre que nuestro pequeño Uruguay es uno de los países que expresa uno de los mayores números de suicidios por número de habitantes. Este proyecto sin duda, incentivaría la tendencia, y estamos convencidos que esta decisión –fundamentalmente a nivel de jóvenes– se puede neutralizar con una buena y oportuna asistencia espiritual y psicológica.
En Uruguay se derogó la pena de muerte en 1907 en el gobierno de Claudio Williman después de una insistente campaña abolicionista que a través de las columnas de El Día, llevaron adelante Pedro Manini Ríos y Domingo Arena. Luego la Constitución de 1918 afirma: A nadie se le aplicará la pena de muerte.
En aquel entonces prevalecía en casi todo el mundo la teoría que los delitos graves tenían que ser castigados con la vida de los infractores para que su escarmiento fuera ejemplarizante en el cuerpo social. Y además se sostenía que su reclusión en cárceles era un costo que la sociedad no debía cargar. Argumento económico, que aunque no se menciona, sí está presente en alguno de los impulsores de la presente iniciativa parlamentaria. No es ningún secreto las dificultades que viene arrastrando el sistema mutual y cómo pesan los enfermos mayores. ¿Volvemos a empezar?
Progreso técnico, retroceso humano
Uno de los argumentos de este indefendible proyecto es que la eutanasia fue propiciada –y en algunos casos aprobada– por los parlamentos de una Europa (occidental) con notorios síntomas de decadencia en lo cultural y en lo moral.
Un caso que conviene destacar es el de Alemania, donde la decisión parlamentaria a favor de la muerte asistida fue impugnada por el Tribunal Constitucional que dictaminó que el párrafo 217 del Código Penal vigente desde 2015 y que libera de pena a quien ayude a morir a una persona que desea acabar con su vida, es contraria a la Constitución alemana.
Los ministros del Tribunal, por su edad, debían tener fresco en su memoria, el veredicto del Tribunal de Núremberg que apenas terminada la contienda mundial condenó a los principales científicos cultores de la eutanasia, de los cuales 20 eran médicos –fue el primero de doce juicios por crimen de guerra y crímenes contra la humanidad–, después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Estos juicios, colectivamente conocidos como los Juicios de los doctores, se llevaron a cabo por Tribunales Militares en Alemania, inmediatamente después del Juicio a los principales líderes nazis, organizado por los países aliados entre 1945 y 1946.
Todos fueron acusados de planear y llevar a cabo experimentos, tanto en pacientes de hospitales como en prisioneros en los campos de concentración, durante los cuales se cometieron verdaderos asesinatos contra ancianos, enfermos débiles, enfermos incurables, entre otros, mediante inyecciones letales, desnutrición y otros medios, en residencias, asilos, hospitales y otras instituciones médicas, durante el Programa Alemán de Eutanasia. Fue una matanza de aquellos a quienes consideraban “no merecedores de la vida”, víctimas que incluían a los enfermos mentales y a los discapacitados físicos.
Lo más triste que este desprecio por la vida humana no lo inventaron los nazis, sino que se venía incubando desde mucho tiempo atrás.
Pensemos en el capítulo apenas anterior: los crímenes masivos del comunismo impuestos en la cristiana Rusia a partir de 1917, con los millones de deportados a los campos de concentración llamados Gulags, con las ejecuciones sumarias que terminaban en gigantescas fosas comunes como la de Katyn.
Tambien podemos agregar el desprecio por el ser humano en la Inglaterra victoriana de la Revolución Industrial. La filosofía descaradamente darwiniana que con madura paciencia fue exhibiendo Carlos Dickens desde Oliver Twist hasta Casa Desolada; obras que denuncian la corrupción e hipocresía de las instituciones británicas del siglo XIX.
Y desde ese entonces asistimos a un vertiginoso y bien venido progreso técnico, con la contracara de un inexorable retroceso humano.
Uno de los auspiciantes es un médico
Pensar que este indefendible proyecto de eutanasia vernáculo tiene dos caras visibles, la de un destacado y experiente parlamentario y la otra, la de un ubicuo galeno de los tantos profesionales que han descubierto el lucrativo negocio de la salud humana. Y lo que es peor, olvidó uno de los pilares básicos de la promesa que como medico formuló al recibir el título habilitante: “No permitiré que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad… se interpongan entre mi deberes y mi paciente. Velar con el máximo respeto por la vida humana …” que se remata a modo de juramento: “Hago esta promesa solemne y libremente, bajo mi palabra de honor”. Así concluye el decálogo aprobado en Ginebra en 1948 y que fue conservando su esencia en las ulteriores reuniones de la Asamblea Médica Mundial (AMM).
Con respecto al Dr. Gallo, el diputado Rodrigo Goñi expresó días pasados, molesto con el intento de introducir subrepticiamente en el proyecto de ley de “cuidados paliativos” el agregado de la eutanasia: “Configura un comportamiento contrario al Código de Ética de la Función Pública, en cuanto a la existencia de un claro conflicto de intereses no declarados”, afirma el dirigente nacionalista aludiendo que el legislador médico es también cooperativista en una mutualista en Canelones.
Los obispos franceses, por unanimidad, emiten una contundente declaración: “practicar la eutanasia es sinónimo de matar”. “El eufemismo llamado ‘suicidio asistido’ contraviene el Código Ético de los médicos franceses, que establece que los doctores deben llevar a término su misión ‘con respeto por la vida humana, la persona y su dignidad’. Es urgente salvaguardar la vocación médica… la eutanasia va a enturbiar las relaciones entre médicos, pacientes y familiares”; así concluye la valiente declaración de los prelados galos titulada: “El fin de la vida, sí a la urgencia de la fraternidad”.
Miklos Lukacs, destacado académico peruano, catedrático de la Universidad de Manchester en el Reino Unido, en un congreso virtual organizado en estos días desde Mar del Plata sobre la deshumanización del animal hombre, expresó: “Cuando hablo de todas las agendas progresistas, hablo de agendas que apuntan hacia la redefinición y reconfiguración del ser humano. El ser humano convertido en cosa y con las cosas tú puedes hacer lo que sea, las cosas puedes desecharlas, manipularlas, producirlas, puedes venderlas; lo que nos va llevando inexorablemente a la degradación de lo que es la propia condición humana”.
TE PUEDE INTERESAR