La física y la economía
Keynes fue una cantera inagotable de frases célebres en materia económica, siendo sin duda la más recordada y citada entre todas ellas la famosa observación que “en el largo plazo estamos todos muertos”. Algunos la interpretarán como una recomendación a estructurar el ciclo vital de forma de enfatizar el bienestar corriente sin confiar demasiado en las promesas de lo que el “largo plazo” pueda deparar. Otros la criticarán como una muestra del irresponsable cortoplacismo de quienes favorecen el gasto público como estrategia antirrecesiva.
Pero veamos la frase en su contexto original del “Tracto sobre Reforma Monetaria”, (1923): “El largo plazo es una guía errónea para los temas de actualidad. En el largo plazo estamos todos muertos. Los economistas se plantean una tarea demasiada fácil, demasiada improductiva, si en medio de la tormenta lo único que pueden asegurarnos es que eventualmente las aguas volverán a calmarse”.
En realidad, se trataba de una crítica a la adaptación macroeconómica de un modelo de equilibrio general, un sistema de ecuaciones que León Walras tomó prestado de la física y aplicó con éxito al análisis microeconómico de mercados individuales en el corto plazo (equilibrio parcial). De allí a postular la economía en su conjunto como un sistema que tendía naturalmente al pleno empleo de factores fue una mera formalidad matemática para los economistas de la tradición clásica.
El reposo no existe
Keynes discrepaba profundamente con esta visión, que suponía que el estado natural de la economía era el de un cuerpo en reposo (equilibrio), estado al cual regresaba luego de ajustarse a toda perturbación. Bajo esta interpretación, las recesiones se producían por la resistencia de algunos mercados en ajustarse (especialmente el laboral), siendo la rigidez del salario el principal culpable.
Dado los estragos que el desempleo causaba en las economías hogareñas, encontraba particularmente irritante la fórmula clásica para salir de una recesión: simplemente aguardar hasta que los mercados surtieran su magia. Keynes entendía que una macroeconomía podía tener múltiples puntos de reposo, algunos muy por debajo del máximo potencial. Por ello abogaba por el gasto público como forma de proveer la demanda faltante, en lugar de encomendarse al largo plazo de una Gran Depresión (1930-33).
Es que en realidad el largo plazo –entendido como un extenso periodo bajo condiciones incambiadas– no existe, al menos en términos económicos. Lo que hay es una sucesión de cortos plazos, cada uno impactando el proceso de ajuste ocasionado por el impacto anterior. El reposo no existe en este mundo caracterizado por la incertidumbre con relación a cuándo y de dónde provendrá el próximo shock.
La economía es como un planeta permanentemente expuesto en su órbita a una lluvia de meteoritos. La mayoría se queman en la atmósfera, otros llegan a la superficie sin mayores consecuencias, pero algunos producen un impacto con efectos que no terminan de asimilarse antes de que llegue otro de igual porte.
Un siglo después
Si bien Keynes ofreció una teoría general para respaldar su visión, el componente central que sobrevive de su aporte fue precisamente su recomendación en cuanto a reforzar la demanda agregada en la presencia de una recesión. Un siglo más tarde nos encuentra –según Lord Skidelsky, profesor emérito de la universidad de Warwick1– pretendiendo resolver shocks macroeconómicos con una teoría neoclásica tan elegante como inaplicable, junto a medidas prácticas efectivas pero carentes del respaldo de un marco teórico.
Bajo este enfoque, las “medidas macroeconómicas” a emplear para enfrentar las crisis pueden ser de naturaleza fiscal o monetaria, siendo la división de responsabilidades entre el tesoro y la autoridad monetaria, respectivamente.
Durante la crisis financiera del 2007-08, el peso del esfuerzo de los rescates y estímulos recayó principalmente en los bancos centrales, cuya política de relajamiento cuantitativo (QE) consistió en un aumento sin precedentes de la cantidad de dinero puesta a disposición del sector privado, si bien una porción importante permaneció como soporte en arcas de la banca comercial y el sistema financiero. Además, las tasas de interés de política monetaria se redujeron a niveles cercanos y aun inferiores a cero.
En la actual crisis del covid-19, las autoridades fiscales tuvieron un mayor protagonismo con medidas de apoyo directo a las empresas y los hogares para aminorar el impacto de la caída en los niveles de actividad y de empleo. En los países industrializados la banca central mantuvo sus estímulos de tasa y circulante, en algunos casos financiando directamente al tesoro mediante compras de bonos.
Expectativas mesuradas
Estos procesos implican un desgaste institucional fuerte. En especial la banca central ha sufrido una pérdida de credibilidad frente a aquella imagen de profesionalidad puesta al servicio del bien público. La seguidilla de medidas extraordinarias en materia monetaria y la resultante concentración de riqueza en los segmentos de altísimos ingresos han alienado al ciudadano común.
John Dizard, comentarista del Financial Times, señala una crítica específica en los temas comunicacional y de estudios económicos. Luego de tantos años de tasas de interés en un bajísimo nivel, el mensaje que el sector privado recibe de la autoridad monetaria es que sus expectativas de crecimiento en el futuro cercano son exiguas. Esta actitud pesimista se retroalimenta a la banca central mediante una baja demanda de crédito y en las encuestas de expectativas, lo cual a su vez empeora aún más la señal.
En momentos de aparente normalización pospandemia –al menos en lo que refiere al retiro de estímulos– cabe preguntarse si la recuperación económica podrá mantener el dinamismo proyectado en la esfera de algunos organismos internacionales, o si las cifras de crecimiento se retraerán a los bajos guarismos observados en los años previos al 2020.
[1] “What Killed Macroeconomics”, project-syndicate.org
*Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Exdirector ejecutivo del Banco Mundial.
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