En los últimos años el FMI dejó de ser un actor de relevancia en el quehacer económico nacional. En la medida en que el país logra acceder sin inconvenientes a financiamiento en los mercados internacionales de deuda, el organismo internacional se limita a realizar revisiones periódicas de la marcha de la economía y expresar sus sugerencias de políticas. No existiendo acuerdos o préstamos vigentes, la condicionalidad no opera, por lo que las opiniones del FMI hoy no son más que recomendaciones. Pero si al complejo contexto económico mundial agregamos los elevados niveles de déficit fiscal y deuda pública acumulados durante quince años de astorismo-bergarismo, ignorar la visión del FMI sería irresponsable.
En su columna del sábado pasado en El Observador, Ricardo Peirano nota acertadamente la manifiesta divergencia entre las recomendaciones que el FMI realiza a nuestro país y su visión acerca de lo que constituyen políticas económicas adecuadas para enfrentar la pandemia a nivel global. Según el director de El Observador, “parece que el FMI usa dos raseros distintos con los países desarrollados y con el nuestro”, refiriéndose a la sugerencia del organismo de atender a las presiones inflacionarias y mejorar la situación fiscal.
En verdad no sorprende que el FMI reclame políticas de austeridad. Después de todo, esto ha probado ser el ABC de su recetario desde que ingresara a la política y economía nacionales, de la mano de la Reforma Cambiaria de 1959. Basta recordar los años previos a la crisis del 2002, cuando el organismo presionaba al gobierno del Dr. Jorge Batlle para que implementara sucesivos ajustes fiscales, sin reconocer que el problema era evidentemente cambiario –Brasil había devaluado en enero de 1999–, forzando un ajuste deflacionario que condujo a la quiebra generalizada de empresas y resultó en un severo debilitamiento del balance de los bancos. Lo del Comercial y el Montevideo fue la gota que desbordó el vaso, pero su quiebra sirvió para adobar el relato de que la crisis “vino de afuera”, evitando así un ejercicio crítico sobre los graves errores de política cometidos por el equipo económico de la época. Es por eso que oímos hablar a menudo del equipo económico que condujo la “salida” de la crisis, pero cuando se trata del equipo de “entrada” solo se logra individualizar a Alberto Bensión (MEF) y César Rodriguez Batlle (BCU). ¿No había nadie más?
En el informe sobre el ajuste fiscal que Batlle había logrado aprobar en el Parlamento en marzo de 2001, el FMI escribía que “un equilibrio fiscal más sólido va a servir de apoyo a la competitividad y el crecimiento del empleo”. Las recomendaciones del FMI equivalían a apagar un incendio con nafta. Lamentablemente, Argentina sufrió en carne propia las consecuencias directas de políticas que solo un año antes eran “festejadas” por los popes del FMI y su red de adláteres vernáculos. Por fortuna nuestro país logró evitar similar desenlace cuando a último momento se produjo la providencial intervención del gobierno de Estados Unidos. Esa quizás fue la gran suerte que tuvo Batlle de la que no gozó De La Rúa.
Resulta difícil pensar que esta dicotomía que el FMI revela en sus opiniones sobre Uruguay sea parte de una estrategia deliberada. Más probablemente se trate de un ejemplo más de un regulador capturado por el regulado, de burócratas que desean mantener buenas relaciones con quienes los reciben a nivel local. Después de todo, el nuestro es de los pocos países en que se puede viajar con tranquilidad en medio de la pandemia, disfrutando de esa misma libertad responsable que muchos organismos internacionales, ONG y lobbys que pululan por Washington criticaron con severidad. La situación sería más complicada si la opinión del FMI fuera en realidad un reflejo de la visión de nuestras propias autoridades económicas. Esto es algo que llegó a ocurrir en el pasado, cuando las cartas de intención incluían aspectos de interés de los gobiernos de turno y que resultaban más pasibles de obtener aprobación parlamentaria si venían incluidos en el recetario.
Lo cierto es que la incertidumbre es grande y la recuperación no está asegurada. Por lo tanto, no es momento de experimentos fiscales y monetarios, ni tampoco de imponer rigideces innecesarias que luego, por la fuerza de los hechos, no se puedan cumplir. Basta recordar lo ocurrido recientemente con las cláusulas de la LUC que refieren al reajuste de combustibles y al tope de deuda pública.
Lo rescatable de todo este laberinto es que debería servirnos de recordatorio de la conveniencia de mantener al organismo alejado de nuestros asuntos. Cuanto más lejos nos tenga el FMI de la pantalla de radar, mejor, por más que unos pocos añoren las épocas en que lograban imponernos sus dogmas a través de las encíclicas emitidas por estos burócratas de traje negro.
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