Meses atrás, nos referimos a “La opción benedictina” –el libro donde el periodista Rod Dreher analiza el avance de la secularización y la hostilidad hacia los cristianos en Estados Unidos–, y las dificultades que muchos están encontrando para mantenerse firmes en su fe. Ante esta realidad, el autor propone una serie de soluciones que engloba bajo el nombre de “opción benedictina”.
Dreher se pregunta cómo usar prudentemente el poder de los cristianos “en una cultura política tan inestable”. Y concluye: aunque los cristianos “ya no podemos esperar influir en las políticas de Washington como antes, una de las causas de la política nacional merece que le dediquemos toda nuestra atención: hablo de la libertad religiosa”.
Luego, Dreher propone a los cristianos concentrar sus esfuerzos en la política local, para articular “comunidades de ciudadanos con mentalidades similares”, capaces de “comenzar a reconstruir una ética nacional desde ahí”. Y afirma, con Yuval Levin, que “centrarse en la comunidad que te queda más a mano no significa retirarse de la sociedad contemporánea, sino todo lo contrario: es prestarle una atención especial”. Ambos autores son partidarios de que los cristianos promuevan y defiendan sus ideas “dispersándose en las periferias, como soldados de avanzadilla”.
Estas propuestas han sido duramente criticadas por Juan Manuel De Prada y otros autores con los que a menudo coincido, porque entienden que renunciar a la política es “un dislate”, pues “equivale a sustraerse cobardemente de las obligaciones que tenemos contraídas con la comunidad a la que pertenecemos”.También opina De Prada que esta propuesta comunitarista, es propia de un “individualismo liberal”falto de caridad y egoístamente aferrado al bien particular.
Sin embargo, Dreher no propone abandonar la política, ni ir a vivir en comunidades aisladas del mundo exterior. Lo que él sugiere es un cambio de estrategia en la guerra cultural que consiste en concentrar los esfuerzos donde la eficacia puede ser mayor: y es cierto que en las comunidades locales los cristianos pueden influir bastante más que en la alta política.
Dreher sugiere formar comunidades –pueblos, barrios, y hasta clubes de lectura–, para que los cristianos tengan “remansos de agua limpia” para recuperar –como Nuestro Señor lo hacía– las fuerzas físicas, espirituales y morales, necesarias para trabajar y convivir en un mundo que les es hostil. Y una alternativa laboral, si la cultura de la cancelación los deja sin trabajo.
Vivir en medio del mundo y contribuir al bien común no significa, por cierto, vivir en el centro de Nueva York, ni pasar las 24 horas del día con quienes no piensan como uno. Para mantenerse fiel en el mundo actual, a todo cristiano le convendría frecuentar el contacto con personas que compartan su fe; y disfrutar de espacios y momentos que le permitan formarse más, para mejorar así la educación de sus hijos. Estos, a su vez, tienen todo el derecho del mundo a recibir la mejor formación que sus padres les puedan brindar. Pero esto es cada vez más difícil de obtener en un sistema educativo que tras haber perdido su sentido cristiano, ahora parece estar perdiendo su sentido humano.
Tampoco creemos que las comunidades cristianas, no contribuyan al bien común de la sociedad. ¿Acaso las familias y comunidades rurales, los monjes que viven en los monasterios o los soldados que están acuartelados, no contribuyen al bien común de la sociedad? Todos lo hacen, cada uno a su modo.
Mientras no abandonen la política, y mientras sus comunidades no se cierren al mundo exterior, no hay nada malo en que los cristianos procuren formar grupos, círculos o clubes que les permitan vivir en familia, profundizar en su formación y en su vida de fe, y brindar a sus hijos una esmerada educación cristiana. En sus comunidades, los cristianos pueden brindar además, un testimonio de vida que haga exclamar a quienes los ven de afuera: “¡Mirad como se aman!”. Así podrán mostrar lo que podría llegar a ser el mundo, si el cristianismo se viviera a fondo…
Finalmente, las comunidades de Dreher, me recuerdan al imaginario pueblo de San Ireneo de Arnois que aparece en “El despertar de la Srta. Prim”, la novela precursora de Natalia Sanmartín Fenollera. Allí se narran las peripecias de una recién llegada a “una colonia de exiliados del mundo moderno, en busca de una vida sencilla y rural”. ¿Cuántos elegirían esa opción, si estuviera en sus manos…?
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