A dos semanas para que termine el año, y faltando dos meses para completar dos años en el gobierno, la coalición puede exhibir algunos resultados positivos en la gestión macroeconómica. En primer lugar, se logró estabilizar un déficit fiscal que venía en ascenso ininterrumpido desde hacía casi una década y que ponía en riesgo la solvencia del país. En segundo lugar, se tomaron medidas que permitieron descomprimir el crédito al sector productivo, incluyendo a los más afectados por la pandemia, donde el Siga y el BROU tuvieron un rol fundamental. El crédito fluyó y bajaron las tasas, reduciendo sensiblemente el costo de financiamiento de las empresas privadas. En tercer lugar, figuran las medidas de apoyo de las pymes que, aunque demasiado tímidas, fueron en la dirección correcta.
La pandemia tuvo como efecto favorable la suba en el precio de los commodities, que permitió al sector agroindustrial respirar un poco luego de años de atraso cambiario, que junto al gasto desenfrenado y a los “espacios fiscales” caracterizaron una gestión astorista-bergarista demasiado preocupada en el complejo industrial-celulósico. Pero aquellos sectores de la economía que no están ligados a la cadena agroexportadora sufrieron consecuencias importantes, muchas de las cuales siguen vigentes hoy. El más afectado por la pandemia ha sido el sector turismo, que vino a agravar el preexistente problema de competitividad con los países vecinos. En el otro extremo, algunos comercios de frontera se vieron beneficiados, ya que las restricciones al tráfico provocaron que los uruguayos no tuvieran más remedio que comprar en sus ciudades, aunque paguen precios que bien pueden llegar a ser el doble o el triple de los que se consiguen en Argentina o Brasil. Esto explica mayormente la ansiedad que exhiben estos comerciantes ante la apertura de fronteras.
Pero todo esto es coyuntural. En términos estructurales, es poco lo que hay para exhibir en políticas económicas. A raíz del proyecto de ley de Cabildo Abierto para regular la actividad forestal, algunas voces repiten una y otra vez que se trata de una “política de Estado”, como si el marco que se definió para la actividad hace cuarenta años –todavía existía la URSS– estuviera marcado en piedra y debiera por tanto permanecer inalterado como el metro guardado en París.
No importa que haya cambiado el mundo y que el crecimiento de China haya significado una revalorización del precio de los alimentos. Tampoco importa que existan otros sectores de actividad que quizás, con incentivos similares, podrían contribuir significativamente a expandir la producción potencial de nuestra economía. ¿Será que ésta fue la última “política de Estado”? A juzgar por las reacciones que genera cualquier mínima propuesta de cambio, es evidente que la misma se encuentra firmemente asentada a lo largo y ancho de todo el sistema político. ¿Por qué resulta tan difícil lograr consensos para brindar apoyos similares a la lechería? ¿O a las pymes?
Lo cierto es que no se ve por ningún lado una estrategia económica, más allá de la creencia en que bajar un poco el déficit fiscal y encorsetar la inflación con el tipo de cambio va a ser premiado por inversores extranjeros, que maravillados por el grado inversor y la adulación de algunos ámbitos de opinión transnacional, van a venir a invertir a Uruguay. Por supuesto que toda inversión es bienvenida, pero si pensamos que hacer política económica es dar beneficios fiscales para construir edificios en la franja costera, nos estamos perdiendo una gran oportunidad de darle un fuerte empujón al proceso de desarrollo nacional. En efecto, algunos destacados analistas económicos comienzan a animarse a diagnosticar los que es evidente desde hace tiempo, y comienzan advertir que la temporada turística probablemente no sea tan buena como esperábamos o deseábamos. Cuando los propietarios de inmuebles argentinos se quejan de lo alto que están los gastos comunes de los apartamentos, esto nos debería servir de señal de alerta que los precios no favorecen una rápida recuperación del sector turismo.
Esto nos deja con la tan temida disyuntiva de encarar medidas de incentivo a la producción nacional, buscando formas de incorporar mano de obra en procesos industriales que puedan generar divisas a través de exportaciones o sustituyendo importaciones de bienes que podrían perfectamente producirse acá. En algunos casos bastaría con “igualar la cancha” respecto al producto importado. También es momento de revisar los criterios de la Comap y limitar los incentivos fiscales a actividades que aumenten la capacidad productiva.
Hace más de un año que desde las páginas de La Mañana se vienen reclamando políticas que van en esa dirección y que, por otra parte, es la misma que han adoptado las autoridades económicas de la mayoría de los países desarrollados.
¿Por qué nosotros deberíamos hacer algo diferente? No podemos seguir utilizando el déficit fiscal y la deuda externa para retacear las medidas necesarias para crear empleo, la única manera de resolver la compleja situación socio-económica por la que atraviesa nuestra Nación.
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