En diciembre de 1978, el líder chino Deng Xiaoping introdujo reformas económicas que cambiaron drásticamente la economía de su país, reforzando los lazos comerciales y culturales con Occidente. A partir de la década de 1990, estas reformas encauzaron a China hacia lo que es hoy: una nación con una economía dinámica y sustancialmente orientada al mercado y que, además, es la segunda más grande del mundo. Desde entonces, los residentes de Estados Unidos han disfrutado de los bienes de bajo precio exportados por China, pero muchas comunidades que producían bienes que competían con las manufacturas chinas sufrieron pérdidas de puestos de trabajo y declives económicos. A este efecto negativo de las exportaciones chinas sobre los empleos manufactureros de Estados Unidos se le suele denominar “el shock de China”. Un estudio reciente ha revelado que, aunque este shock se estabilizó en torno a 2010, sus efectos nocivos continuaron durante muchos años más. La teoría del comercio internacional enseña que el libre comercio entre países hace que éstos estén mejor que si no comercian. Y las investigaciones recientes subrayan que los beneficios económicos para Estados Unidos en general han sido positivos, aunque pequeños, añadiendo entre un 2% y un 8% del PBI. Sin embargo, en varias regiones de Estados Unidos –especialmente en el sur profundo y en algunos Estados del medio oeste– el comercio con China ha provocado una importante crisis económica que ha supuesto la pérdida de puestos de trabajo y una disminución de la calidad de vida. Esta caída del empleo en el sector manufacturero no estuvo acompañada de un aumento correspondiente en el número de puestos de trabajo en otros sectores de la economía.
Para mitigar estos efectos, los economistas promueven en general políticas “basadas en las personas”, en lugar de aquellas “basadas en el lugar”. Las políticas basadas en las personas se centran en las personas con dificultades, y a menudo se centran en la reconversión profesional, mientras que las políticas basadas en el lugar se centran en la inversión en las comunidades donde viven los trabajadores, como la revitalización de los centros de la ciudad. Sin embargo, la evidencia demuestra que a aquellos que pierden sus empleos no les resulta fácil trasladarse a otros lugares, por motivos que van desde la vivienda inaccesible, el costo de cuidado de los niños y la incertidumbre asociada a la búsqueda de un nuevo empleo. Además, los lugares abandonados nunca mueren del todo. Comparativamente, más niños viven en la pobreza, aumenta el consumo de alcohol y drogas, y los jóvenes tienen menos probabilidades de graduarse en la universidad. Por lo tanto, es necesario replantearse las políticas para centrarse en dos puntos clave: la necesidad de proporcionar una asistencia adecuada a los trabajadores que son despedidos masivamente y reconocer que esta asistencia, con frecuencia, tendrá que estar basada en el lugar.
Amitrajeet A. Batabyal, profesor de economía del Instituto Tecnológico de Rochester (NY, Estados Unidos). Publicado en The Conversation.
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