Está en la naturaleza mortal del hombre la ilusión de perdurar. Más allá de la modesta trilogía hijo-árbol-libro atribuida a Martí, hay quienes intentan fundar un imperio. Seguramente Juan Lindolfo Cuestas estaba entre estos. De acuerdo con el Diccionario de Seudónimos de Scarone, uno de los que utilizó el expresidente en una nota enviada a la prensa fue el de «Orelié I Rey de los Araucanos». Es interesante la oportunidad de la publicación: el día anterior al golpe de Estado que lo tuvo como gobernante de facto durante un año. Hay quienes aseguran que, al fin de su mandato ahora sí constitucional, don Juan Lindolfo intentó promover a su hijo Juan como sucesor…
Cuestas no había inventado su seudónimo. El «Orelié» a que aludía existió realmente. Se trataba de Orllie-Antoine de Tounens (1825-1878), un aventurero francés a quien, como al ingenioso hidalgo, alguna literatura le había sorbido el seso y se proclamó rey en tierras mapuches. Él mismo lo cuenta en su Orllie-Antoine, roi d’Araucanie et de Patagonie, son avènement au trône, et sa captivité au Chili (París 1863). El trabajo empieza definiendo a los araucanos como un pueblo valeroso y celoso de su soberanía, que Chile no ha podido dominar, dice. La poligamia está permitida pero el adulterio femenino es duramente castigado. La adúltera y su cómplice perecerán a manos del marido, que de todos modos percibirá la eventual herencia de su esposa, como si su muerte hubiera obedecido a causas naturales. Según el francés, esos pueblos tenían una natural tendencia hacia el cristianismo porque si bien habían destruido todas las villas fundadas por los españoles, había cruces por todos lados. Los muertos, cuando habían sido hombres de guerra, eran enterrados bajo cruz y con sus armas. Confiaba el francés en que eran materia fértil para ser luminosamente civilizados por su augusta presencia.
Este caballero había salido de Francia y llegado a Chile en 1858. En 1860 se interna en territorio mapuche y tiene un contacto inicial con el cacique Magnil, principal de una de las tantas tribus que poblaban la comarca, a quien comunica su proyecto. Su propuesta, traducida por un intérprete, era sencilla: quería que lo nombraran rey. Según dice en su opúsculo, fue recibido jubilosamente por las tribus que rápidamente lo ungieron como monarca.
De modo que dictó su Decreto Real fechado 17 de noviembre de 1860: «Considerando que la Araucania no depende de ningún otro Estado; que está dividida en tribus y que es necesario tener un gobierno central. 1o. Una monarquía constitucional y hereditaria se ha proclamado en Araucania; el príncipe Orllie-Antoine de Tounens ha sido nombrado rey». La norma se continuaba con una Constitución de 66 artículos. Cerraba el documento la firma de Orllie y la del ministro secretario de Estado F. Desfontaine. Como correspondía la debida publicidad, dirigió comunicaciones a los principales medios de prensa suscriptas: «Nous – Orllie-Antoine 1er., pour la grâce de Dieu, Roi d’Araucanie».
A principios de enero de 1862, el coronel chileno Cornelio Saavedra noticiaba al ministro de guerra la captura del Roi: «un aventurero bien criminal, pues no cesó durante su permanencia en el territorio araucano de seducir y halagar los instintos de los salvajes para atacar las plazas de frontera a cuya indicación se prestaron muy gustosas las diversas tribus». En 1870 el cotidiano parisino La Petite press comenta el ofrecimiento de Orllie para una alianza con Francia como algo no desdeñable. Puede «ofrecer un ejército de… quince a dieciocho indios armados con tomahaws». Parece un argumento de Ionesco, pero la página de la Biblioteca Nacional de Chile, reconoce que «la Araucanía no fue afectada por el fenómeno de la Independencia, puesto que nunca perteneció al Rey de España». Para completar, hay quienes siguen reclamando derechos de sucesión al trono araucano.
El emperador del Sahara
Otro francés interesante: Jacques Lebaudy (1868-1919) heredero de una gran fortuna, que, decepcionado por la realidad francesa de 1904, «donde las sanas tradiciones de libertad individual son a diario impunemente violadas», decide tomar distancia y fundar una nueva patria en otro lugar dispuesto a «aprovechar sus cualidades». Así es como el periódico Le Sahara del 01/01/1903, explica la odisea de «S.M.» en el desierto africano donde fundará su imperio.
Lebaudy había heredado una gran fortuna generada por su padre en el negocio del azúcar, de modo que embarcó unos marineros en su nave la Frasquita y plantó su bandera en la arena. Fijó su capital en Troja. El medio de prensa oficial del Imperio, impreso en Francia, da a conocer el protocolo. Las cartas deben dirigirse «A Sa Majesté Jacques 1er. Empereur du Sahara». Si el emperador se encuentra en su territorio debe agregarse: «au Palais Imperial de Troja». Si en cambio, se encontrara por ejemplo en Londres: «Londres». Obviamente si estaba en Londres, en Troja no había quien recibiera la correspondencia. Con un agravante: nadie sabía dónde quedaba Troja.
Solamente la inmensa fortuna de este hombre puede explicar que el periódico se editara entre 1904 y 1906. El emperador terminó radicado en Nueva York donde pasó un tiempo en una clínica psiquiátrica en 1915. Cuatro años después, parece que disgustado por la falta de un heredero al trono, le avisó a su esposa que tomaría medidas al respecto.
Para preservar la pureza de la sangre había decidido concebir un heredero con su propia hija. Según el medio La Dépêche de Brest, en su edición del 15 de febrero de 1919, Lebaudy habría dicho: «En Oriente cuando la madre pierde su encanto físico debe ceder su lugar a su hija». De acuerdo con el periódico, el chofer relató que Lebaudy solía pasearse con una linterna roja suspendida en la boca, alegando que era bueno para su salud. Además, había tratado de apuñalar a su mujer en dos oportunidades.
Advertida, Mme. Lebaudy lo esperó convenientemente equipada y le disparó cinco balazos. La justicia norteamericana lo consideró defensa propia. El problema vino después. Una cláusula del testamento del multimillonario establecía que su esposa entraría en posesión de su herencia cuando su hija cumpliera la mayoría de edad o se casara. La viuda rápidamente consiguió un esposo para la joven, que a los diecisiete cambió de estado civil.
Quién hubiera dicho al fallido rey de la Araucania y al no menos frustrado emperador del Sahara, que uno o dos siglos más tarde habrían accedido a sus sueños de un modo más fácil…
Y que cambios de estatus mucho más radicales que alcanzar cimas mayestáticas estarían mágicamente al alcance de la mano: bastaría con autopercibirse.
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