No es casual que la proclama del movimiento Un Solo Uruguay se desmarcara de expresiones frecuentemente escuchadas, tales como “si al agro le va bien, al país le va bien”, que resultan algo disonantes con la realidad que viven miles de pequeños y medianos productores que –además de enfrentar los desafíos del clima, la pequeña escala y los elevados costos internos– se enfrentan a un régimen impositivo sesgado en su contra.
Los uruguayos estamos de acuerdo que la producción agroindustrial es la base de nuestra economía, y en gran medida, constituye el pilar de nuestro ser como Nación. Sin embargo, ese consenso es desafiado cuando preguntamos cuál debería ser el eje de esa producción. Rápidamente, las diferencias empiezan a emerger. Algunos apostaron por un modelo de concentración y extranjerización de la tierra, como es el caso de las administraciones astorista-bergaristas. Diametralmente opuesto al que pontificaron por años desde sus pupitres universitarios, ese modelo sin embargo les permitió llegar a acuerdos con grandes intereses extranjeros, ahorrándose el bochorno de admitir a propios y ajenos que en realidad nunca habían siquiera creído lo que a la postre había sido pura propaganda.
Este modelo es equivocado no solo por ir en contra de la soberanía o del trabajo nacional, sino por ser insostenible económicamente. Estos grandes inversores golondrina llegan normalmente atraídos por condiciones coyunturalmente atractivas y, salvo excepciones, emigran apenas las mismas varían. Esto introduce volatilidad de precios, aumentos en los costos de producción local y una competencia por el recurso tierra que no optimiza ni balancea la matriz de producción nacional. Si todavía se estimula el proceso con prebendas fiscales, el ciclo se profundiza. Este es el Uruguay que vimos en los diez años entre 2008 y 2018. Si los primeros cinco años fueron de un boom nunca antes visto, los siguientes cinco años marcaron una fuerte contracción y pérdida de competitividad para la producción nacional, con fuertes costos sociales para los pequeños productores rurales.
En efecto, este proceso resulta en la inexorable expulsión de familias rurales hacia las ciudades, ya que su modo de producción los deja en desventaja ante los aumentos de costos y la competencia por la tierra. Desarraigadas y trasladadas en su mayoría a la periferia de Montevideo, estas familias son más propensas a requerir de la ayuda estatal, lo que presiona sobre las finanzas públicas. Ni que hablar de los efectos sobre la dignidad de familias que forzosamente deben emigrar a las ciudades por no encontrar sustento en una actividad que el propio país define como prioritario. El economista Dani Rodrik argumenta justamente que, si no existe una producción alternativa para la mano de obra expulsada, la alternativa sensata desde el punto de vista socioeconómico es ofrecerles apoyo para que se mantengan en su actividad y su territorio, facilitándoles la incorporación de tecnología y asistiéndolos en una transición digna hacia modos de producción más eficientes. Desafortunadamente, los modelos económicos neoclásicos consideran a esta transición como una “externalidad” que el mercado resolverá eficiente y oportunamente… Indudablemente los José Carioca locales de esta pseudociencia no logran entender que el Uruguay del siglo XXI no es la Inglaterra de Dickens, el germen ideal para que Marx formulara sus tan potentes como perversas teorías.
Estas distorsiones fiscales afectan también a los arrendatarios de tierras agrícolas, hoy día la gran mayoría de los productores. Estos agricultores se lanzan cada invierno y cada verano a sembrar sus cultivos con gran incertidumbre climática y de precios. El aumento en el precio de los arrendamientos y el costo de los insumos hace que la inversión inicial sea cada vez más importante, aumentando el punto de equilibro del negocio y componiendo los riesgos climáticos y de mercado. Claramente en el largo plazo la agricultura paga, pero en el corto plazo los productores enfrentan ciclos de pérdidas difíciles de transitar, sobre todo cuando el crédito es caro y procíclico y los seguros agrícolas escasos e imperfectos. Paradójicamente, estos productores deben competir por el recurso tierra con grandes empresas celulósicas, beneficiarias de importantes subsidios a nivel industrial y logístico, y de múltiples exenciones fiscales. Con condiciones así, es natural que la industria forestal pueda pagar más por arrendar la tierra, lo que genera otra distorsión más contra lo que sería una producción diversificada y más intensiva en mano de obra rural.
Nuestro país cuenta con instituciones preparadas para enfrentar este gran desafío. El primer paso es sincerar el régimen fiscal altamente regresivo que nos dejó como legado la gestión económica del Frente Amplio. El segundo es que el BROU siga innovando con líneas adecuadas para satisfacer las necesidades de estos productores, tarea que idealmente debería ser coordinada con el Instituto de Colonización a efectos de asegurar que su oferta llegue adecuadamente a los productores de todos los rincones del país. Finalmente, es imperioso que el BSE adapte su oferta de seguros a esta variabilidad climática que venimos experimentando con demasiada frecuencia. El resto lo harán los productores y las familias rurales.
En fin, un país que se define a sí mismo como agroindustrial debería estar en condiciones de garantizar a todo joven que se inicia la posibilidad de desarrollar un modo de vida sostenible trabajando la tierra. Ese es el Uruguay que soñó Artigas, y que Batlle y Ordoñez, Domingo Arena y Pedro Manini Ríos hicieron posible para el beneficio de las generaciones que les siguieron. Solo un vigoroso y coordinado rol del Estado que apoye la modernización de nuestro medio rural puede sacarnos de la inercia actual.
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