Hace una década los observadores económicos se maravillaban con una economía alemana que exhibía exiguos y continuamente decrecientes números de desempleo. Esto contrastaba con el creciente desempleo que afectaba a países como Francia, Italia, España, Irlanda, Portugal y Grecia, los principales miembros de la Unión Europea después de Alemania.
Les llevó tiempo a estos cráneos de la “ciencia sombría” relacionar a ambos fenómenos. El “nuevo milagro” alemán tenía que ver con unas tres medidas que aseguraban el traslado de empleos hacia Alemania desde el resto de la Unión Europea. El primero fue el euro que encorsetó a los países del Mediterráneo, habituados a mayores déficits fiscales y tasas de inflación. Con el tipo de cambio fijo, bastó una década para que el tipo de cambio real de Alemania ganara una impensada competitividad respecto al resto. La segunda medida fue un gran acuerdo salarial entre empresarios y sindicatos de la muy importante industria metalúrgica. La tercera medida fue la Reforma Hartz que propició la creación de esos empleos de bajo valor agregado que no hacen a los titulares de los diarios, pero que toda economía necesita para reducir el desempleo. Los resultados están a la vista, y no son producto de ninguna mano invisible. Todo lo contrario, son el resultado de una acción deliberada de un Estado, el alemán, que decidió de esta manera resolver el problema de desempleo que arrastraba desde la unificación.
El ejemplo sirve para entender lo que ocurre con la lechería en Uruguay. A primera vista, tenemos una empresa modelo que todos elogian y que año a año gana cuota de mercado y remitentes. Mientras tanto, salvo altibajos, la producción de leche continúa aumentando, lo mismo que las exportaciones de productos lácteos. Esto contrasta, sin embargo, con la realidad de prácticamente todo el resto. Plantas cerradas, o a punto de cerrar, y operando a una fracción de su capacidad. Tambos que cierran y cuencas que se pierden. Algunos análisis apuntan a que el problema se resuelve expandiendo los mercados, pero esto es difícil de creer. La principal empresa nacional acaba de inaugurar una planta que costó US$ 140 millones para producir un tipo de producto de valor agregado que ya produce otra planta privada a una distancia de 300 km, pero que opera a una fracción de su capacidad. ¿Es este un resultado eficiente del juego de las fuerzas del mercado? ¿Es posible que empresas exitosas en Argentina, Perú y Estados Unidos no logren ser rentables en nuestro país y tengan como destino el cierre?
Claramente existen problemas estructurales que favorecen un creciente grado de concentración industrial que no beneficia ni a consumidores ni a productores. Los síntomas son evidentes. Máquinas que trabajan con un número de trabajadores sensiblemente mayor al necesario según los estándares de diseño. Trabajadores que logran convenios salariales imposibles de pagar por el resto de la industria, pero que pagan los productores, no los compradores internacionales de leche en polvo, un commodity como el resto.
Una señal inequívoca del problema fue la protesta de los trabajadores durante la inauguración de la última planta, a la cual asistió el presidente de la República. Lo que sería un motivo de celebración para cualquier trabajador del sector, en el caso de esta empresa se convierte en un motivo más para extraer rentas de los productores, mientras los precios internacionales permitan que sigan siendo ordeñados. No debería resultar sorprendente que las otrora cuencas dinámicas hoy estén desapareciendo. ¿Quién quiere hacer una inversión de largo plazo para vender a un monopolio? Estamos en un círculo vicioso en el que existen buenos precios internacionales que deberían estimular la ampliación de los tambos existentes y la creación de nuevos emprendimientos para alimentar las plantas que están paradas.
Pero esto no ocurrirá hasta que no haya un cambio en las reglas de juego.
Nueva Zelandia ya pasó por esto y lo reguló de una forma que permite la coexistencia pacífica entre Fonterra y el resto de las empresas que, siendo más pequeñas, pueden incorporar innovaciones más rápidamente, en un proceso en que gana la industria nacional de forma global. Lamentablemente, Nueva Zelandia no es más que un slogan atractivo de campaña electoral, modelo sobre el cual pocos quieren ir mas allá de la superficie.
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