Con motivo de la lamentable noticia de una supuesta violación grupal, que acaparó la atención de los medios de prensa de todo calibre y, asoló las redes sociales en los últimos días, se ha venido generando una chisporroteante polémica sobre si es ético la difusión en medios de prensa de grabaciones que exhiban intimidades.
La actitud de un periodista que dio a publicidad a un audiovisual que contrariaba la versión oficial de la supuesta víctima, provocó una andanada de iracundia que expone a los improvisados defensores de la censura previa, al borde del ridículo.
En el comunicado del Frente Amplio que tenía por finalidad “enmarcar la denuncia formal”, se afirma sin rubor “que este hecho implica un ejercicio de la violencia mediática…”.
Desde un punto de vista absolutamente pragmático afirmaba Martín Aguirre, redactor responsable del El País el pasado domingo: “Si tuviera que cargar en mi conciencia con que tres chicos de 19 años pasen seis meses recibiendo en la cárcel el trato que suelen recibir los violadores, cuando yo manejaba información que podría desmentir mínimamente la acusación, no podría pegar un ojo por meses”.
Porque en realidad de eso se trata. Evitar que se cometa una brutal injusticia con tres jóvenes de minoridad relativa, que en el peor de los casos son ellos también víctimas del desborde de incitación a cualquier tipo de sexo cuanto más desaforado mejor, que penetra por los poros en forma explícita y está al alcance de todos. Desde niños y niñas hasta cualquier persona de su casa, que manipule un celular y deslice sus dedos por el teclado. ¡Como si estas grotescas bocanadas de diaria pornografía gratuita no se pudieran controlar!
La pena que reclamaban los cultores del “respeto a la dignidad y la intimidad” era algo peor que la pena de muerte. Era que de inmediato se entregara a los adolescentes (supuestos criminales), a las fieras que habitan esos dantescos infiernos que se le llama cárceles. Y de sus leguleyas y jadeantes verborragias se veía el pulgar para abajo como en las más sádicas y aberrantes escenas en el auge del Coliseo romano.
Jacinto W. Pangallo
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