Hurgando en mi biblioteca –que no es frondosa sino desordenada– vine a hallar un viejo ejemplar de Cantos de vida y esperanza. Se trata de una edición de la Colección Austral de Espasa Calpe –más exactamente la novena– de 1959. El libro parece haber pertenecido a la señora María del Carmen A., que era una niña en 1962, y a quien por supuesto yo nunca conocí. No obstante, es sabido que son misteriosos los ríos que conducen a las bibliotecas, o por lo menos a la mía… Contemporáneamente a esta dama, yo estaba cursando tercero de liceo en el N° 7 Joaquín Suárez.
En la cubierta posterior del libro alguien apuntó con su pequeña letra verde cómo mezclar hidrógeno con cloro para provocar no sé qué cosa. Y uso «cubierta posterior» en vez de «contratapa» porque esta expresión es un americanismo, solo vigente en «Ni, Co, Ec, Pe, Bo, Ch, Py, Ar, Ur.». Para el resto del mundo, contratapa significa: «Carne de vaca que está entre la babilla y la tapa». Y como La Mañana se lee en todo el mundo hispánico, no quiero que se interprete que me refiero a una vaca escrita.
Hechas las salvedades sobre el objeto físico y destacado su valor histórico, vuelvo a 1962. Según el plan que regía en esa época, en tercero se incorporaba inglés y literatura universal. En el curso de francés habíamos aprendido: Le ciel est, par-dessus le toit,
Si bleu, si calme!/ Un arbre, par-dessus le toit,/ Berce sa palme… Ya era hora de dejar a Verlaine y aprender algo en español.
Lo fatal
Me parece ver a la profe de Literatura, doña María Inés Vidal, leyéndonos «Lo fatal», ese poema que Darío dedica a su amigo y colaborador René Pérez con motivo de su muerte:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente./
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,/ y el temor de haber sido y un futuro terror…/ Y el espanto seguro de estar mañana muerto/ y sufrir por la vida y por la sombra y por/
lo que no conocemos y apenas sospechamos,/ y la carne que tienta con sus frescos racimos,/ y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,/ ¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!…
Recuerdo particularmente este poema porque me produjo un fuerte impacto, aunque estoy seguro de que no lo comenté con mis compañeros de entonces. Me impresionó su terrible concisión, su oscura claridad. Aquí no hay cisnes, ni Galateas gongorinas, ni marquesas verlenianas, ni Cleopompos ni Heliodemos. Es una elegía no solo por la muerte del amigo sino por la propia. Resulta por lo menos curioso que sea el cierre de un volumen titulado de vida y esperanza.
Claro que también leímos aquel que dice: Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/ Cuando quiero llorar, no lloro…/ y a veces lloro sin querer. El poema es un repaso de sus no muy afortunados amores, pero, con las nieves del tiempo plateando sus sienes continúa persiguiendo el eterno femenino. Y lo culmina con una misteriosa exclamación: ¡Mas es mía el alba de oro! La profesora Vidal aprovechaba el texto para explicarnos la figura retórica de la metáfora y la filosofía del paso del tiempo, que el precristiano Virgilio condensara en su fugit irreparabile tempus y que después de Rubén las letras tangueras repitieran incansablemente. Así Le Pera con su tiempo viejo, caravana fugitiva, ¿dónde estás?, o las horas que pasan ya no vuelven más…
No todos
El éxito de Darío no fue del agrado de todos. Desde distintos ángulos recibió duras críticas. Así, el escritor, poeta y crítico literario cubano Emilio Bobadilla, con el seudónimo de Fray Candil, escribe en la revista Alma Española duros juicios no solo contra Darío sino contra los modernistas. Al nicaragüense lo definirá como un «sinsonte americano con plumaje parisiense […] admirado sólo de los imbéciles aquejados de ecolalia». Los modernistas, serán «hijos degenerados de Góngora [fundadores de] una sociedad de bombos mutuos […] con sucursales en toda América. Son «oscuros, enmarañados y laberínticos, porque no pueden ser claros ni sencillos. Y porque no tienen nada que decir». Bobadilla escribía cosas como este fragmento de su poema «Primavera»: Turquesa es hoy el cielo ayer plomizo,/ y en brisa y en rocío se revuelve/ lo que ayer era ráfaga y granizo./ -¡Aleluya, aleluya – todo grita;/ pero al tumulto del vivir que vuelve/ sólo mi juventud no resucita. Otra vez el llanto por el tiempo que huye…
Rubén recibirá palos por sus Cantos… de la publicación católica España y América, que lo menciona como «tan notable como extraviado poeta de la América central».
La Lectura dominical, otra publicación católica, es aún más persistente. Cantos… es «un caso notable de tifus, o de peste bubónica, encerrada en un libro». En sucesivas ediciones agregará «el público se muere de risa leyendo sus extravagancias y las de sus discípulos» y «nos da de patadas en la boca del estómago la poesía estúpida y estrafalaria de Rubén Darío».
El Siglo Futuro por su parte no es menos cáustico. El 9 de febrero de 1916, tres días después de la muerte del poeta, dice que la admiración al poeta nicaragüense y que haya formado escuela solo se explica por «el mal gusto de muchos que se llaman literatos en nuestros días […] pero es más que dudoso que la posteridad, único juez en esta materia, confirme ese fallo». «Sus obras carecen de pensamiento fundamental. La princesa de su Sonatina, una de sus poesías más celebradas […] ni es princesa, ni mujer siquiera, sino una simple muñeca de almidón y trapos de colores». Y agrega que se lo comparó con Víctor Hugo y que «la comparación parece una broma». Ello no obsta para que el articulista recuerde que Darío ha muerto a los 49 años y lo despida con un cristiano que en paz descanse.
Caras y caretas (Buenos Aires)llorará la muerte de su amigo y colaborador como al año siguiente lo hará con Rodó. Ramiro de Maeztu dirá en su Defensa de la Hispanidad que Rubén «hizo las dos cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana».
A un mes de la muerte del poeta, su amigo Amado Nervo hará publicar en el semanario España de Madrid, una carta recibida del escritor hondureño Rafael Heliodoro Valle.«¡Recemos por su descanso y su definitiva transfiguración! Ya dejó de temblar ante la que tanto temía. Ya se sentó en la sede azulada de la inmortalidad».
Rubén Darío murió con el crucifijo de plata que le regalara Amado Nervo, apretado en la mano.
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