Al igual que el marxismo, el liberalismo no resulta de la “evolución natural” de la sociedad. Por el contrario, se trata de una realidad construida desde el Estado mismo
Después del muro vendría un mundo unipolar, dominado por el capital financiero, supervisado por Estados Unidos, el último imperio en pie. Sus arquitectos nos decían que entrábamos en una larga era de “globalización” benigna, una en la que el “libre mercado”, los derechos humanos y la democracia se extenderían por el mundo con la misma naturalidad con la que el sol sale por las mañanas. El futuro sería libre, abierto, liberal, próspero y, bueno, americano. Mirando hacia atrás, comprobamos en cambio que lo que ocurrió no fue el triunfo de la libertad sobre la opresión, sino la derrota de una ideología occidental por otra. Ganó la más antigua, sutil y duradera, una que se disfrazó tan bien que no nos percatamos de que era una ideología: el liberalismo.
El liberalismo es una de las tres ideologías que dominaron el mundo en los últimos tres siglos. Las otras dos –el comunismo y el fascismo– tuvieron vida más corta y murieron en Occidente en el siglo XX. El liberalismo –su hermano mayor– recién está muriendo ahora. Una de las razones de su vida relativamente más larga es que logró apoyarse en historias más antiguas, presentándose como el heredero de las tradiciones de libertad establecidas, cuando en realidad se trataba de algo muy diferente. Desde su aparición en la Ilustración, la ideología del liberalismo ha pretendido liberar al individuo de la opresión. En la práctica se ha manifestado como el proceso de romper todas las fronteras, límites y estructuras: de derribar los muros. Las sociedades construidas en torno a esta ideología la reclaman la liberación del individuo de la sociedad misma, ofreciendo una concepción radical de la naturaleza humana. En lugar de ver a los seres humanos como individuos arraigados en el tiempo y un lugar, el liberalismo ofrecía una nueva concepción de personas independientes y soberanas. Los seres humanos pasarían a ser individuos con derechos que podían crear, y perseguir por sí mismos su propia versión de la buena vida.
Lo que es crucial entender –y lo que convierte al liberalismo en una ideología– es que para que el mundo liberal se materializara, primero tuvo que ser creado. Del mismo modo que los regímenes marxistas hicieron todos los intentos por destruir la familia tradicional, la religión y la propiedad privada de la tierra para que el comunismo pudiera materializarse, el liberalismo no “evolucionó” de forma natural a partir de acuerdos previamente existentes. Por el contrario, tuvo que diseñar artificialmente al “individuo soberano” a partir de una nueva trama. Al igual que sus competidoras, en cierto sentido el liberalismo también es totalitario, despiadado y omnipresente. Sobrevivió a sus rivales porque en lugar de tiranía y orden, prometió el desorden de un cierto tipo de libertad. Pero en el mismo éxito del liberalismo se encontraba el germen de su fracaso. El proyecto de liberar al individuo de sus redes de lealtad, localidad, familia y cultura, y el desencadenamiento del vasto motor desestabilizador del capitalismo, crearon una inestabilidad social que solo podía ser controlada o dirigida por la última institución en pie: el Estado.
Paul Kingsnorth, ensayista y novelista británico, en Unherd
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