Magritte fue uno de los pintores más destacados del movimiento surrealista. En “Esto no es una pipa”, el artista belga buscó recalcar que lo que observamos no es el objeto en sí –la pipa–, sino una representación del mismo: la pintura de la pipa.
Ese recurso a una ambigüedad estudiada, que desconcierta al observador desprevenido, con frecuencia también lo utilizan algunos economistas, especialmente cuando intentan describir un fenómeno que no comprenden, o cuando lo que observan no es consistente con su visión preconcebida. En el extremo, el discurso surrealista se potencia cuando la realidad objetiva indica un rumbo de acción contrario a los intereses del formador de opinión. ¡En esos casos pueden llegar a pintar hasta un Dalí!
Este es exactamente el caso del atraso cambiario. Basta poner las dos palabras en Google para darse cuenta que se trata de un término utilizado con frecuencia por los uruguayos para referirse, de forma sencilla, a una situación de sobrevaluación de la moneda local. Claramente no es un término utilizado por los que desean alardear de su profundo conocimiento de economía; sí es un término que utilizan los que hablan sencillo, los que pretenden orientar a los pequeños productores y comerciantes para que tomen buenas decisiones, alertándolos sobre un problema recurrente por estos lares. En efecto, se puede decir que es un “cliché”. También es un cliché “Los pocos, los orgullosos”, frase utilizada por los Marines de Estados Unidos para motivar a los jóvenes a unirse a una fuerza que entra en combate real con asiduidad. Con una frase sencilla permite recordar la historia, precedida por soldados valerosos, como los que desembarcaron en las playas de Guadalcanal o Iwo Jima. Con pocas palabras, transmite todo lo que hay que transmitir a un joven que se ve frente a una decisión trascendental.
La expresión “atraso cambiario” cumple una función similar para las empresas y los agentes económicos en general. En efecto, basta escuchar la temida frase, para que nos regrese rápidamente a la mente la terrible época de Martínez de Hoz, representativa de un modelo desindustrializador y que imitamos como simios –con perdón de los primates– detrás de la “opinión experta” de esos referentes económicos que marcaron el compás del gobierno cívico-militar.
Seamos concretos. Basta con ir al Chuy o a Rivera y cruzar la frontera para darse cuenta que estamos fuera de precio con Brasil, ni que hablar con Argentina. Pero si queremos una referencia más alejada de la frontera, podemos comparar el precio de la Coca-Cola en las páginas web de supermercados de Montevideo y Porto Alegre. Mientras que a nosotros una botella de litro y medio nos cuesta 115 pesos, un vecino de la capital gaúcha paga solo el equivalente a 50 pesos, menos de la mitad.
Hace años la prestigiosa revista británica de economía The Economist diseñó un índice de precios relativos basado en el precio relativo de una misma hamburguesa en diferentes países del mundo, el conocido índice “Big Mac”. La idea era buscar un producto estándar y conocido por todo el mundo, de modo de presentar una métrica rápida de cómo se coloca un país en términos de competitividad cambiaria respecto al resto del mundo. Según las últimas mediciones de este índice, Uruguay es el país más caro de toda América Latina. El Big Mac cuesta en nuestro país 25% más caro que en Argentina y Brasil, y 40% más que en Chile. ¿Será esto un “cliché”? ¿O habrá que ponerle título explicativo como a un cuadro de Magritte?
La herramienta utilizada universalmente para medir el alineamiento cambiario de un país respecto a sus vecinos y el resto del mundo es el tipo de cambio real, que no solo recoge la paridad nominal, sino las diferentes tasas de inflación. Según el último informe presentado por la Unidad de Deuda hace unos días, a diciembre del año pasado el tipo de cambio real respecto al promedio de Argentina y Brasil se encontraba 15% por encima de los niveles de fines de 2017. En el período elegido para presentar la serie, este efecto negativo se ve compensado por una depreciación respecto al resto del mundo del orden de 25%. Los dos efectos se compensan matemáticamente y, como resultado, el tipo de cambio real global se encuentra más o menos en los mismos niveles que hace cuatro años. Esto quizás sirva para dejar tranquilos a los compradores de bonos soberanos, pero no ofrece ningún solaz para sectores de la economía que compiten regionalmente, como es el caso del turismo y la mayoría de los sectores de servicios. Lamentablemente, en la página del BCU resulta difícil acceder a los datos de tipo de cambio real antes al 2017, pero los datos que afortunadamente hacen disponibles de forma sencilla y pública algunas consultoras indican que nos encontramos en el peor momento de competitividad regional desde la época de la crisis del 2002.
Lamentamos no poder expresar esto con mayor sofisticación, pero la experiencia nos indica que estos niveles de tipo de cambio real no traen nada bueno para la producción nacional; sí para la especulación financiera. Y si el BCU sigue subiendo las tasas, provocando una caída artificial del dólar, le estaremos echando leña al fuego al proceso. Parecemos atraídos por la fuerza centrípeta de eso que seguiremos llamando sencillamente “atraso cambiario”. Para nosotros, cuando vemos una pipa, se trata de una pipa.
TE PUEDE INTERESAR