Cuando un gobierno tiene el descaro de derogar –con una simple ley– una norma blindada por dos consultas populares (un referéndum en el año 1989 y un plebiscito en el 2009), es decir, por dos pronunciamientos del pueblo, que en pleno ejercicio de la democracia directa consagra y ratifica su aprobación, colocándola en la cúspide de la pirámide normativa, está perforando el orden jurídico y atentando contra su seguridad.
De esa manera, la derogación de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado por la ley N° 18.831 ha abierto el camino del deterioro institucional, cuyo menoscabo se consume cuando la justicia, desde los juzgados de instancia y los tribunales en lo penal hasta la Suprema Corte, aceptan la constitucionalidad de la norma derogatoria, como si la ley derogada fuera una norma común. Claro que la Constitución nada dice sobre la primacía de las normas que el pueblo directamente ha consagrado, pero quien conozca la Teoría pura del derecho de Kelsen y la estructura piramidal del Ordenamiento Jurídico que rige en nuestro sistema, no puede negar el efecto preeminente y superlativo de la consulta al pueblo y el pronunciamiento directo del soberano, que en el caso fue dos veces requerido con el mismo resultado.
¿No se recuerda, acaso, como afirma el inmortal maestro Francesco Carrara, que “el legislador no es libre para crear derecho indiferente al contenido de la norma, sino que es el contenido lo que acuerda a la ley su juridicidad”? (Ley, historia y libertad, citado por Sebastián Soler, pág. 49, Ed. Losada 1943).
Esto viene al punto por dos razones, de un lado, consideremos las críticas virulentas que ha despertado la presencia del ministro Heber en una audiencia judicial del proceso penal iniciado contra la policía, cuando un motociclista que desacata la orden de detenerse, se accidenta en la fuga y se estrella contra un árbol perdiendo la vida. Se pretende acusar a los agentes por homicidio, cuando cualquier abogado sabe que la relación causal entre la persecución legitimada por el cumplimiento del deber y la muerte del perseguido a causa de su propia conducta o hecho propio o hecho de la víctima, como dice la doctrina, hacen imposible la imputación objetiva del resultado fatal a la policía.
Naturalmente que, si bien los procesos son orales y públicos, no se da de sólito la presencia de un ministro en una audiencia judicial, como ha ocurrido.
Lo cierto es que esa presencia, en claro respaldo a la acción policial, si bien no es ilegal ni debería influir en la decisión judicial, se ha tomado por los frentistas como una indebida presión a la justicia.
Pero como siempre ocurre, al Frente Amplio lo acorralan y desautorizan los archivos.
Si bien puede considerarse que la presencia del ministro Heber puede resultarle molesta al juzgador, no pasa de ahí. En cambio, el grosero caso del fiscal penal que perdió el “pen drive” –asumiendo el ridículo y la incredulidad de la infantil y mayúscula mentira para evitar fundar la apelación de su pedido de procesamiento del Arq. Arana y la Dra. Julia Muñoz, en el sonado caso del contador Bengoa, accediendo al “consejo” o la “sugerencia” del superior– es de mucha mayor gravedad e importancia, pues logró la contramarcha y el desistimiento del representante de la sociedad agraviada.
Obsérvese que de acuerdo a la tesis del ilustrado y famoso penalista Roxin sobre la “autoría mediata” y “el dominio del hecho” que nuestra jurisprudencia ha venido aplicando en todos los juicios a militares para responsabilizarlos de la conducta de sus subordinados respecto de los tupamaros detenidos, esa misma doctrina permitía imputar también a los dos jerarcas municipales por los fraudes cometidos en sus administraciones, por ser ellos los responsables. Pero quien manejaba la justicia penal en ese entonces le hizo otro favor al partido en el que militaba, con un complaciente fiscal subordinado, cuyo nombre y apellido, por ahora, vamos a omitir y a quien ni siquiera sancionaron.
La otra razón que nos ocupa es el progresivo descaecimiento del prestigio del Poder Judicial, otrora a cargo de ilustres juristas, académicos destacados, creadores de jurisprudencia de altísimos conceptos. Quizás el deterioro haya tenido su origen desde el momento que el sistema de acceso se comenzó a definir por la antigüedad, pero sustancialmente ha sucedido desde el ámbito de la justicia penal, con públicos y recurrentes reclamos, desde que rige el nuevo y desastroso Código del Proceso Penal, con las secuelas que viene dejando.
Pues obviamente, el descrédito no procede del ámbito de la justicia civil, con jueces de excelente preparación, con méritos académicos, tesis doctorales, trabajos y monografías que abundan en las publicaciones especializadas que son orgullo para nuestra magistratura. Tampoco de los órdenes de familia o laborales, de donde procede la última integrante de la Suprema Corte, Dra. Doris Morales, de ganada autoridad por su equilibrio y conocimientos.
El problema sigue siendo la justicia penal, que ha quedado totalmente en manos de las fiscalías y con la perdurable y nociva influencia del equipo dejado por el último fiscal de corte, por lo que urge realizar los cambios de quienes han sido seleccionados con criterio sesgado, que deja mucho que desear y además sustituir el Código del Proceso Penal, ante su descomunal fracaso y sus imperdonables vicios de inconstitucionalidad.
Todos sabemos que la justicia penal es la más visible, como ya hemos dicho, la que suscita mayor interés periodístico y televisivo; y sus continuos desaciertos, tan evidentes que hasta los podemos enumerar, arrojan un descrédito sobre todo el sistema judicial, que es percibido negativamente cada vez por mayor número de personas.
Todo lo cual se hace necesario para cuidar la institucionalidad, que se ha venido horadando en estos últimos años de gobiernos frentistas, donde lo político se ha puesto sobre lo jurídico, donde ha influido en los niveles superiores de la judicatura la soñada expectativa de llegar a integrar la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde la justicia se ha politizado y la política se ha judicializado, perdiendo ambas –tanto la justicia como la política– credibilidad y confianza ante una opinión pública, cada vez más escéptica y desconforme.
Porque en todo esto se está jugando –aunque muchos al parecer no lo quieran ver– la ardua tarea de continuar la consolidación de la democracia y la integridad de las instituciones, que debe seguir enfrentándose a un sutil proceso desgastante que opera en forma insidiosa y silente, pero continua.
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