No hay mucha información accesible sobre el Pbro. doctor Lorenzo Pons y Pons. Pero por lo que sabemos de él amerita un lugar en el recuerdo.
Fue hombre de la consideración del Dr. Pedro Figari y del obispo de Montevideo, el Dr. Mariano Soler.
En 1892, monseñor Mariano Soler lo designó director de la Biblioteca del Clero e historiógrafo de la Diócesis, puesto creado especialmente para él porque don Mariano quería «utilizar sus aptitudes y laboriosidad» para biografiar a monseñor Jacinto Vera. Y, además: «llenar el gran vacío de una historia de la Iglesia nacional desde sus orígenes». La designación y el cometido hablan a las claras del concepto que tenía el obispo sobre la valía del sacerdote.
Un padre en él cada preso/ tiene, pues con tales modos/ los trata y atiende a todos/ con tanto interés, que en eso/ de tener extraordinaria/ bondad con los que allí están/ nadie gana al capellán/ de nuestra penitenciaria. Con esos versos acompaña Caras y caretas (Montevideo) la respetuosa caricatura que ilustra esta nota.
Y como capellán figura en la Gran Guía Estadística Sudamericana, editada en Montevideo en 1896. Una publicación que califica la Penitenciaría como «uno de los mejores establecimientos […] de sistema celular existentes en América del Sud», solo superado por el de Buenos Aires.
Sabemos por el diario El Amigo del Obrero, del 15 de julio de 1900, que no se encontraba del todo bien de salud, porque viajó a Paraguay y el medio, al tiempo que le deseaba un feliz viaje, hacía votos por su total restablecimiento. Sabemos que su salud mejoró porque Caras y caretas (Buenos Aires) –al informar acerca de un congreso en el Club Católico de la capital argentina sobre don Bosco en diciembre de ese mismo año– da cuenta que don Lorenzo pronunció una conferencia sobre «Escuelas de religión». En el congreso también participó el Dr. Zorrilla de San Martín.
Gracias a los textos de Figari sobre el Crimen de la calle Chaná, sabemos que su ayuda fue muy importante en la exitosa liberación de los injustamente detenidos (LM 05/08/2020). El Dr. Pedro Figari, que tenía gran admiración por Pons, se refiere a él como «venerable capellán» y «habilísimo psicólogo».
Sabemos, por fin, que su gestión ante la Junta Económico-Administrativa de Maldonado en 1903 fructificó en la donación de los solares donde hoy se encuentra la Iglesia de la Candelaria en Punta del Este.
Historiógrafo
Pero su aporte fundamental ha sido la biografía de Jacinto Vera, fruto de una larga investigación «revolviendo el polvo de legajos y bibliotecas, hasta trasladarse al extranjero, para recoger con paciencia y tenacidad de benedictino cuantos documentos o datos hacían al caso y controlando documentos con testimonios», como hace notar Soler.
Del trabajo del P. Pons rescataremos algunas anécdotas por su valor como insumo histórico para entender el merecido apodo de «cura gaucho» asignado a don Jacinto.
«Es que todo lo daba a los pobres, hasta las ropas de su uso, de manera que al recibir el nombramiento de Vicario Apostólico llevaba calzoncillos debajo de la sotana, porque no tenía pantalones; […] le regalaron unos que no usó mucho tiempo, porque compadecido de un pobre que fue a pedirle limosna y que andaba casi desnudo se los dio para que se abrigara. Lo mismo hacía con la ropa que solía llevarle doña Josefa, su madre, cuando iba a visitarle en Canelones; o la regalaba a los pobres o disponía se vendiese para con el producto hacer limosna».
«Su lecho fue siempre un catre, hasta que la distinguida dama de Goldarás, no pudiendo sufrir que don Jacinto viviera siendo Cura Párroco casi en la misma pobreza que cuando fue estudiante, le regaló una cama de hierro, única que usó después y que, remendada por el sirviente con barrotes y trozos de alfombra vieja, le servía, aun siendo obispo, para tomar el poco de sueño que tenía por costumbre».
«Con frecuencia, montaba a caballo y andaba leguas y más leguas para auxiliar a algún moribundo en un rancho apartado de todo centro de población, aunque hubiese entrado ya la noche».
Saberlos tratar
«Se dirigía don Jacinto Vera, montado en su caballo y sin acompañante, a visitar a un enfermo. Por el camino le salió al encuentro de improviso un gaucho de aspecto feroz, armado a prueba de pistola […] Con su acostumbrada amabilidad aceptó la compañía de aquel desconocido de quien, juzgando por la cara […] debía ser algún malhechor. Mantuvo con él entretenida conversación, y caminaron largo trecho sin que una sola vez mudara su rostro el señor cura, y sin que aquel hombre se atreviera a faltarle al respeto; tal vez porque reconociera en él al afamado don Jacinto de Canelones, tan querido de todos los paisanos, quizás porque la mágica palabra de éste le hechizara. Al llegar a pocas cuadras de distancia de la casa […] el desconocido se despidió sin acercarse a ella; y el padre de aquella honrada familia, apenas hubo besado la mano del sacerdote, le dijo lleno de admiración: ¡Cómo, don Jacinto, ha tenido usted coraje de dejarse acompañar de ese bandido, que es el terror de estos pagos por sus muchas fechorías, y que si no se atrevió a llegar hasta aquí es porque sabe que le conocemos bien y estamos prevenidos contra él! A lo que contestó el señor Vera: Nuestros paisanos son muy buenos; no hay que tenerles miedo, todo consiste en saberlos tratar».
«En otra ocasión acompañaba al señor Vera un paisano que había ido a pedirle los santos sacramentos para un moribundo, y que debía servirle de baqueano. […] les tomó la noche cuando todavía les faltaba un buen trozo de camino, y como don Jacinto notara que aquel hombre le metía de rondón entre las espesuras del monte del Santa Lucía, tan temibles en aquellos tiempos de guerra civil por los muchos matreros […] le llamó la atención el extraño derrotero que seguía su baqueano; se puso en guardia, dio de espuelas al caballo, atravesó el monte y mientras aquel hombre se declaraba desorientado, le dijo el cura: “amigo, yo voy a ser ahora el baqueano, sígame usted”; y a pesar de que la noche era oscurísima, rumbeó hacia un rancho que él conocía. Preguntando allí por la casa del enfermo, se la indicaron».
Al exilio
Luego de diecisiete años ejerciendo en la Parroquia de Canelones, quedó vacante la dignidad de Vicario Apostólico. Y allí comenzó una campaña calumniosa contra él que no prosperó porque a través de monseñor Marini, Delegado Apostólico en Buenos Aires le llegó, el 26 de mayo de 1859, su nombramiento como Vicario Apostólico del Uruguay.
El Gobierno de la República detuvo el título, y envió al Delegado Apostólico una terna incluyendo a don Jacinto Vera. Se trataba de salvar, decía la nota oficial, «los derechos que Su llma., sabe pretenden los Gobiernos de América». Con fecha 4 de octubre de 1859 fue expedido por monseñor Marini un segundo título ratificando el primero.
Desterrado por Pedro Bernardo Berro a Buenos Aires, no se alojó en el Palacio Episcopal sino en una celda de un convento franciscano. Desde allí continuó dictando sus instrucciones. En 1864 irá con un equipo de sacerdotes y de médicos a asistir a las víctimas del sitio de Paysandú…
En 1904, al felicitar al Pbro. Pons por su trabajo, monseñor Soler le expresa: «No es pequeño el honor que le cabe de ser el primer biógrafo de monseñor Vera y digno de tan esclarecido personaje».
Y si es verdad que la fe se muestra por las obras uno y otro tienen bien ganado su lugar en la memoria.
TE PUEDE INTERESAR