Desde la Resolución 2065 (XX) de la ONU (1965), que invitó a los gobiernos de Argentina y el Reino Unido a resolver sin demora la disputa de soberanía, las Malvinas han tenido una presencia regular en la opinión pública uruguaya. El asunto suscitó una considerable producción académica, en general argumentando favorablemente sobre los fundamentos de los títulos argentinos. La diplomacia uruguaya contribuyó a esa producción, a la que se sumaron internacionalistas e historiadores. La guerra de 1982 produjo tomas de posición diplomáticas inmediatas por parte de Uruguay, así como pronunciamientos y debates que pusieron a las Islas en primer plano.
Pero mucho más allá de la guerra y de la diplomacia, los vínculos de Uruguay con las Malvinas y toda el área del Atlántico Suroccidental son varias veces centenarios. Comenzaron desde que sus puertos naturales se convirtieron en parte de itinerarios marítimos de muy diverso tipo y origen, en el siglo XVI. Los intentos de Francia y Gran Bretaña de establecer colonias en ellas, en la década de 1760, si bien tenían el estímulo comercial de la pesca de la ballena, obedecían también a la importancia de la ruta marítima del Cabo de Hornos. En un informe sobre la importancia de Malvinas, que la Corona le solicitó en 1766 al Conde de Aranda, éste sostuvo que el asunto era “el más crítico que se haya ofrecido a la Corona; pues en mi dictamen, no igualaría la pérdida de una isla entera como Cuba, o Puerto Rico; porque, aunque grandes, no estaría tan en riesgo la Tierra Firme como lo quedará la parte meridional para su más difícil socorro”.
Ello explica la respuesta española ante los intentos referidos, que exigió el retiro de ambas colonias, dio comienzo a la ocupación permanente de las Islas, creó el Virreinato del Río de la Plata y el Apostadero Naval de Montevideo, ambos en 1776. El estatus de las Islas ha sido un asunto estratégico marítimo desde entonces.
Resuelta pacíficamente la retirada de los ocupantes franceses de Puerto Luis, una expedición española debió forzar el abandono de los ingleses de Puerto Egmont. Los conflictos entre las potencias europeas habían irrumpido en los espacios marítimos y fluviales de la región. Y tanto la flota del primer gobernador de las Islas, Felipe Ruiz Puente, que verificó el retiro francés en 1766, como la de Juan Ignacio de Madariaga, que llevaría a cabo lo mismo con el destacamento inglés cuatro años después, recalaron en el puerto de Montevideo. Ésta última permaneció casi cinco meses, hasta completar su dotación y abastecimiento.
Para entonces, los vecinos de la ciudad tenían aún fresca en la memoria la incursión en el Río de la Plata de una escuadrilla al mando del capitán británico John McNamara -antiguo funcionario de la Compañía de las Indias Orientales-, ocurrida en 1763. Como es sabido, el intento fue repelido con éxito por la artillería de Colonia del Sacramento, y su capitán, como gran parte de la tripulación, murió tras el incendio de su nave insignia, la Lord Clive. Veterana de muchas campañas, había participado en la invasión y captura del Peñón de Gibraltar en 1704.
La expedición de McNamara fue financiada por la Compañía de las Indias Orientales, la misma empresa que pagaría los gastos de la invasión y captura del puerto de Adén, en el extremo suroccidental de la península arábiga y llave de la ruta comercial entre el océano Índico y el mar Mediterráneo. Esta ocupación, realizada en 1839 -seis años después que una fuerza naval británica tomara las Malvinas expulsando a sus habitantes argentinos- obedeció a las mismas razones que ésta y la de Gibraltar: el control de pasos marítimos fundamentales de las rutas oceánicas.
La importancia del Apostadero Naval de Montevideo
El sistema de defensa y protección naval española contaba, en la segunda mitad del siglo XVIII, cuatro áreas estratégicas: el Caribe, el Pacífico occidental –comúnmente aludido como Mar del Sur-, el Pacífico Oriental –con su foco en Filipinas-, y el Atlántico Suroccidental, con su foco en el área del Río de la Plata. Sus principales bases navales eran La Habana y Cartagena de Indias en el Caribe, el Callao (Lima) en el Pacífico Occidental, Manila en el Pacífico Oriental y Montevideo en el Atlántico Suroccidental. La base naval montevideana nació tardíamente, porque la amenaza de piratas y corsarios era marginal en el área.
Los apostaderos eran mucho más que una base naval, porque establecían jurisdicciones marítimas y costeras de vigilancia. A todos los efectos, equivalía a un “Departamento Marítimo”, y así fue por supuesto el caso de Montevideo, cuya jurisdicción abarcaba todo el Atlántico Suroccidental con sus territorios insulares y costeros, entre ellos las Malvinas, la costa patagónica y el Estrecho de Magallanes. Incluso se le adjudicaron responsabilidades sobre la costa suratlántica de África.
Una abundante documentación existente en el Archivo General de la Nación prueba su importancia y los modos en que cumplió su cometido. Aunque esté pendiente su análisis pormenorizado, la digitalización de parte de esa documentación permite apreciar la magnitud y la variedad de la actividad desplegada, a lo largo de más de cuarenta años. El tráfico entre Montevideo y el puerto Nuestra Señora de la Soledad, involucró la movilidad de personas, como el recambio de funcionarios –el gobernador, el ministro de la Real Hacienda, el médico cirujano- los dos religiosos franciscanos a cargo de la capilla, y las dotaciones naval y militar. También operarios de distintos oficios, como albañiles, canteros, ladrilleros, yeseros, carpinteros, herreros, peones para atender el ganado, panaderos, etc. Se enviaron regularmente presidiarios –algunos de los cuales cubrían a su vez oficios- e incluso aparecen algunos personajes desterrados, remitidos desde España.
Hubo un tráfico significativo de suministros que permitieron construir edificios, equiparlos y sostener a su población. Son numerosas las remesas de ganado y víveres de muy variado tipo, medicinas y utensilios de medicina, ropas y vestuarios, telas y frazadas, carbón y leña, ruedas herradas para carretas, frenos y espuelas, piezas y munición de artillería, pólvora, armas. Para este tráfico se construyó en Puerto Soledad un muelle de piedra y estuvieron afectadas numerosas embarcaciones de distinto tipo y tonelaje. Existe una detallada descripción de Nuestra Señora de la Soledad hacia 1800, a través del inventario que recibe el uruguayo Francisco Javier de Viana cuando se hace cargo de la gobernación de las Islas. Había veintiséis edificios en total, doce de ellos de piedra, entre los que se contaba la casa del gobernador, el hospital, la capilla y casa de los religiosos, cuatro casas de oficiales, el cuartel de marina, el cuartel de tropa y presidiarios, dos obradores y varios almacenes.
La proyección de Montevideo sobre el Atlántico Suroccidental, nacida en el siglo XVIII, ha seguido ocupando a investigadores, y sigue vigente, en especial a través de las personas e instituciones vinculadas a la actividad antártica. De hecho, en el decreto 388/2019 que fija los lineamientos de la Política Antártica uruguaya, se fundamenta el interés científico, ambiental, estratégico y de política exterior en la Antártida, en el vínculo histórico del Uruguay con el Atlántico Suroccidental, a través del Real Apostadero Naval de Montevideo, al que define como “umbral a dicho continente”.
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