El referéndum del domingo pasado confirma dos realidades autoevidentes. La primera es que nuestro país es profundamente democrático, en el cual las discusiones políticas se terminan dirimiendo en las urnas y que toda la ciudadanía acata republicanamente. La segunda es que el país se encuentra dividido en prácticamente dos mitades, que más allá de compartir los valores democráticos, dejan en evidencia discrepancias sustanciales en aspectos fundamentales que hacen al desarrollo social y económico de la Nación. Esto no quiere decir que no exista una “tercera vía” de ciudadanos que intentan navegar esos turbulentos estrechos, formándose una posición independiente sobre cada tema, prestando más atención a la proa que a los mapas codificados por los brujos de sus respectivas tribus; que hay que ponerse tal vincha o calzarse tal tartán… fenómeno que con el advenimiento de los publicistas terminó magnificándose para alcanzar, en algunos casos, niveles rayanos con lo grotesco. En efecto, no hay nada que despierte más la irritación de los brujos “oficiales” que el surgimiento de un nuevo adalid que desafíe este maniqueo damero.
Si existe un área en la vida de un país que se ve perjudicada por la polarización política es la economía. Por más que algunos políticos se regodeen con discursos ostentosos –a veces hasta estériles– sobre la democracia y los valores republicanos, la cruda evidencia muestra que el capital fluye hacia donde encuentra condiciones políticas y económicas estables, prestando menos atención a la arquitectura de gobierno del país receptor. Es así que vimos crecer a China de forma sostenida en los últimos 50 años, mientras que la más democrática India la viene siguiendo a la distancia. Basta con pegar una mirada al mapamundi, sin necesidad de desinformarnos con esos sesudos trabajos con que los académicos pretenden asociar forzadamente la salud económica de un país con el modelo liberal. Sin dudas nos encantaría que nuestras sólidas instituciones y tradiciones democráticas nos bastaran para resolver nuestros múltiples desafíos económicos. Pero claramente con esto no alcanza, por lo que debemos mancomunadamente buscar herramientas que nos permitan ofrecer garantías de institucionalidad económica que logren trascender el ciclo electoral. Mucho hablamos de políticas de Estado, pero para arribar a ellas necesitamos idear instituciones o mecanismos que nos permitan llegar a los consensos necesarios para formularlas. ¿Por qué es esto tan importante?
La razón fundamental es que los agentes privados aborrecen al riesgo, lo que los lleva a reducir el nivel de sus inversiones ante cualquier incremento en el nivel de incertidumbre. Y sin inversión no hay ni crecimiento ni empleo. Esta es la esencia del concepto de los “espíritus animales” formulado por Keynes, que constituye la piedra angular de su “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero”, publicado en 1936 en plena Gran Depresión. En efecto, el economista británico depositaba así en los miedos, la emociones e intuiciones de esos seres imperfectos que somos los humanos, la explicación de las fluctuaciones en la economía de mercado. Un factor que no se puede medir con modelos matemáticos y que de forma algo diferente había sido ya formulado por Frank Knight 15 años antes en “Riesgo, incertidumbre y beneficio”. Visto desde este ángulo, resulta difícil que una temporaria y escueta mayoría parlamentaria sirva para aplacar los riesgos que deriva de nuestra propia humanidad. ¿Qué podemos hacer al respecto?
La misma Constitución del ´34 que nos permitió el instituto del referéndum, previó también un mecanismo para la búsqueda de los acuerdos necesarios en materia económica. Nos referimos a los artículos Nos. 207 y 208 del referido texto constitucional, y que contemplan la creación de un Consejo de la Economía Nacional (CEN), de carácter consultivo y honorario, integrado por representantes de los intereses económicos y profesionales del país. Estos artículos se mantienen intactos en la Constitución actual –con diferente numeración–, ofreciendo una herramienta que bien podría servir para situaciones de altísima incertidumbre knightiana como la que experimentamos en la actualidad. El CEN sería un ámbito constitucional muy válido para articular intereses contrapuestos, como es el caso de los aumentos de precios en los bienes que componen la canasta básica de consumo. También permitiría al Estado negociar con mayor firmeza las múltiples exenciones fiscales que otorga a las grandes cadenas comerciales, logrando a cambio concesiones en los precios u otras contraprestaciones sociales en momentos extraordinarios como el actual.
Más concretamente, la instalación del CEN evitaría el escozor que causó presenciar la semana pasada un día entero de discusiones en el Senado y la Cámara de Diputados para aprobar un “sacrificio fiscal” de menos de un millón de dólares, para bajar el precio de la tira de asado, cuando a fines del año anterior, mediante una simple decisión administrativa, el Ministerio de Economía había aprobado una exención fiscal de cerca de US$ 50 millones para la construcción de un supermercado en una de las zonas más afluentes del país.
Concluido el acto electoral del domingo pasado, el senador Manini Ríos declaró que la instancia debía ser “una señal para que de una vez por todas empecemos a dialogar para encontrar las soluciones que el país requiere, en clave de país y no de partido”. El reclamo del conductor de Cabildo Abierto tiene un significado político profundo, en el sentido de evitar que el Estado quede degradado al rol de mero espectador de contiendas electorales o al de administrador de planillas electrónicas con cálculos de déficit fiscal. Muy por el contrario, debemos lograr que el Estado vuelva a su rol de ejecutor vigoroso de un proyecto de país viable, que garantice una existencia digna a toda la Nación uruguaya.
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