La relación con los demás es un tema eterno en la vida del hombre. Variado y complejo, hilvana la trama de cada historia, tanto la universal como la de cada uno. Y con la pandemia, su importancia se puso aún más de relieve. No podemos ignorarla ni excluirla de nuestra existencia. De su comprensión e interpretación depende el rumbo que le signemos a nuestra vida. Vale la pena alguna reflexión y esclarecimiento sobre su sentido.
La versión que heredamos
La cultura que, de hecho, hemos heredado, nos enseñó que lo normal y deseable era “llevarse bien con los demás”, porque eso evitaba problemas y permitía una vida “como es debido”. Una “buena persona” era aquella que “no mataba ni robaba”, que cumplía con la ley y con los deberes básicos de respeto a los demás. La historia que se enseñaba era de hechos militares. Y las guerras, la delincuencia, las atrocidades, las tragedias y las luchas de todo tipo era lamentadas, pero considerándolas inevitables, ante las que había que resignarse. Más allá de una genérica “unión y benevolencia” (1), la fraternidad, la misericordia, la solidaridad y el amor al prójimo eran cuestiones que pertenecían a la fantasía de los poetas, a la religión o a ciertas personalidades “sentimentales”.
El pacto fraterno
Pero esta visión propia de la vida cotidiana no agota el tema. Existe una visión histórico-cultural que ilumina la cuestión desde otra perspectiva. Hay autores que la han sintetizado así: la barbarie es un estado de la vida primitiva de “todos contra todos”, sin ley, en pos de la supervivencia individual. Pero esto hace imposible la vida en común y amenaza la continuidad de la especie. En consecuencia, los hombres hacen un acuerdo de reconciliación, el pacto fraterno, y se proponen el respeto a la vida de cada uno y la paz social. Y para que se proteja la justicia y se cumpla lo acordado, eligen una autoridad: éste es el pacto paterno. Estos son requisitos indispensables para salir de la barbarie y hacer posible la convivencia y una vida digna de la condición humana. Y su cumplimiento lo tenemos que ir sosteniéndolo y rescatándolo cada día.
El Yo espejado
Otro enfoque que merece atención es el de la psicología social, según el cual, al nacer, no tenemos autoconciencia; es decir: no sabemos quiénes somos. ¿Cómo se adquiere esa “conciencia de sí”, esa experiencia de sí mismo que nos confiere identidad? Esa imagen del Yo no surge natural y espontáneamente desde el interior el niño como los deseos y las necesidades instintivas, sino que en el contacto con el ámbito humano que lo rodea, al ser objeto de las percepciones y actitudes de los otros, replicando esas conductas, se convierte en objeto para sí. Usando a los otros como espejo, descubre que “aquello” a la que los otros se refieren es ¡“él”!… De modo que sin un medio ambiente social ni siquiera llegaríamos a tener conciencia de nosotros mismos. No serían suficientes las cosas, ni los animales ni todo el mundo natural, sino que es necesario un mundo humano.
El principio olvidado
Cuando en los tiempos de la Modernidad despertó la conciencia del derecho de todos a la participación política, la Revolución Francesa basó su concepción ideológica en tres principios: Libertad, Igualdad y Fraternidad. La Libertad postula el derecho de todos a actuar sin restricciones. La Igualdad señala la prohibición de privilegios y que “todos somos iguales ante la ley”. Pero la Libertad sin límites puede provocar desigualdades irritativas, dominio de los más fuertes sobre los más débiles. Y la Igualdad absoluta puede imponer restricciones injustas e impedir el ejercicio de la libertad. Para balancear ambas funciones, en sí necesarias, emerge la Fraternidad, que las armoniza y protege a ambas. Lamentablemente, la hegemonía del Modernismo, con sus concepciones racionalistas, privilegió a las dos primeras y fue relegando a la tercera (2). Estaba en vigencia la idea errónea según la cual la Fraternidad podía evocar connotaciones románticas y religiosas. Pero hoy se tiene conciencia de que se la necesita más que nunca. Elegir la Fraternidad no es una cuestión de preferencia personal. Es la única opción que responde a necesidades básicas del hombre: ser libre y pertenecer a la comunicad social.
Esa vida en común llamada Pueblo
Ciertas visiones liberales consideran que “prójimo” y “Pueblo” son categorías románticas inexistentes en la realidad concreta. Y conciben a la sociedad como la suma de los intereses individuales, sin narrativa común y sin ligazones profundas y comprometidas. Pero un Pueblo es otra cosa. Es una comunidad humana que tiene una cultura y una historia, con una identidad común y con lazos sociales y culturales. No es una entidad abstracta y es algo más que una categoría lógica, filosófica o sociológica. Es un proceso vivo, fecundo y con perspectiva futura hacia su realización. Es una realidad que se comprende y se capta no por conocimiento racional sino por sintonía vivencial o “connaturalidad afectiva” (L. Gera). Por eso, no todos son capaces de percibir su esencia. Es digna de valorar la pertenencia a un Pueblo. Ella nos permite un arraigo en la tierra y nos salva de ser “ciudadanos del mundo” errantes y sin especificidad ni destino. No equivoca el camino quien deposita su confianza en los bienes humanos escondidos en el corazón del pueblo. Y ninguna preocupación sincera por el pueblo es estéril.
Política humana
Hace un tiempo, iniciamos la introducción de una obra nuestra expresando: Puede parecer una obviedad hablar de “política humana”. Debería serlo. Pero no lo es si atendemos a una distinción. Una política que busca ante todo responder a las necesidades de la condición humana y donde gobernar es servir, a todos y sin discriminaciones, es humana; es decir: de los hombres y para los hombres. Y una política para imponer ideologías, o para llegar al poder con el fin de dominar o alcanzar privilegios, o que no atiende al derecho de todos y a la libertad de todos, es acción deshumanizada y deshumanizante (3).
No conocemos ningún político que haya iniciado sus discursos con la expresión “Salud, hermanos todos”. Seguramente tampoco lo harían, temiendo ser tachados de idealistas, románticos o religiosos. Pero pensándolo bien y salvando ironías ¿no sería lo más lógico, coherente y natural? ¿No buscan el bien de todos? ¿Y no comparten la misma humanidad con los que escuchan? Lo cual, nos lleva a plantear: ¿Por qué “experiencias típicas de la condición humana como la empatía, la benevolencia, la compasión y otras, valoradas en la esfera personal, no van a ser reconocidas como categorías válidas en el nivel político y social”? (E. Fromm) Y hemos de descubrir que en la política también hay lugar para la ternura (4), que es condición propia de los fuertes. El amor, que es desear el bien de los otros, se expresa en los vínculos cercanos de la vida individual, pero es natural que se extienda a la vida social y le dé sentido a la política.
La política es indispensable, porque permite organizar a la sociedad para responder a las necesidades de los ciudadanos y unirse para generar procesos sociales de fraternidad y justicia para todos. Y la esencia de la política está en respetar el derecho de todos los otros a una vida sana y digna y en modificar las condiciones que generan situaciones penosas o injustas. Su misión crucial es poner el mayor empeño en resolver exclusiones sociales y económicas. Esto requiere el desarrollo de un sentido social que supere los criterios de una mentalidad individualista. Y la convicción de que la amistad social que integre a todos no es una utopía ni es un simple sentimiento subjetivo de valor social irrelevante. Es un factor que le da calidad y fortaleza a la cultura de un pueblo (5).
Política genuina es hacerse cargo del presente. Es hacer lo que sea para salvar la dignidad de cada ser humano. Es saber que actuar hacia el otro como un hermano de mi misma condición no es perder el tiempo. No se actúa con un espíritu sano cuando para un político lo importante es el éxito. Ni el buen camino está en prometer utopías o crear sistemas de planes o “ayudas de contención” que tranquilizan a los pobres para hacerlos domesticables, inofensivos o pasivos.
La condición humana interpela a todos a atender a los otros. Y los de mayores necesidades requieren atención preferencial. Alguna vez señalamos que “lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia”, pero parecería que aún no se ha despertado a la noción básica y elemental de que “el alimento es un derecho natural absoluto” y que “el hambre no puede esperar”. De todos modos, si ayudo a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica mi actividad política. Hay pocas cosas más incomparables que desatar procesos que beneficien a otros.
Durante la pandemia hemos estado envueltos en encierro, impaciencia y ansiedad, hemos buscado distracción y muchas veces desembocamos en soledad, pero lo más grave es que nos hemos abrumado con conexiones pero la virtualidad nos ha quitado el sabor de la realidad y el gusto por el vínculo humano. Nuestra existencia es esencialmente vínculo humano. Cual sea mi vínculo con los otros señalará cuál es la calidad de mi vida.
(*) Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
(1) Unione e benevolenza decía una ostentosa placa de bronce en el frente de una mutual de la colectividad italiana en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires y constituía un símbolo típico de la mentalidad de la época. (2) A. M. Baggio: El principio olvidado: la fraternidad (Ed. Ciudad Nueva Bs. As.) (3) H. Polcan: Política humana – Hacia una formación política integral (Ed. privada 2014) (4) Afecto hacia lo más pequeño, débil o delicado. (5) Kawachy, Kennedy y Lochner (1997) detectaron que “La cohesión social de una comunidad es un factor fundamental de salud pública”. En 39 estados de EE.UU. hallaron correlaciones significativas: “cuanto menor grado de confianza entre los ciudadanos mayor tasa de mortalidad”.
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