La maldad política. Qué es y cómo combatirla. Alan Wolfe. GALAXIA GUTEMBERG. 491 págs. 2013.
Desde la noche de los tiempos, la humanidad ha debido reconocer la existencia del Mal. Las diversas tradiciones religiosas lo explicitan y le dan sentido a la eterna lucha. En este fascinante ensayo, Alan Wolfe, un cientista político y sociólogo norteamericano, se une a una extensa lista de filósofos –Hannah Arendt, Reinhold Niebuhr o Arthur Koestler– que, a lo largo del pasado siglo, hicieron del mal en el ámbito político el centro de su reflexión.
Alan Wolfe, simpatizante de posiciones izquierdistas en su juventud y ateo a su vez, es, no tan paradójicamente, el director del Centro Boisi para la Religión y la Vida Pública Norteamericana de la Universidad de Boston. Logró comprender la imperiosa necesidad de una aproximación desde el campo de la ética a la práctica política. Y no olvidar que esta tensión ha sido uno de los temas centrales de la Teología. Quizás por eso el ensayo, desde las primeras páginas, nos remite a uno de los Padres de La Iglesia, San Agustín.
Pero escribe desde EE.UU. Y eso amerita que, asimismo, tome dos citas memorables. La primera: “Parece que existe una curiosa tendencia norteamericana a buscar, en todo momento, un solo centro externo del mal al cual atribuir todos nuestros males, en lugar de reconocer que quizá haya múltiples fuentes de resistencia a nuestros propósitos y empresas, y que esas fuentes pueden ser relativamente independientes unas de otras” (George F. Keenan, uno de los arquitectos de la política exterior norteamericana de la Guerra Fría). La segunda es de Tzvetan Todorov: “Una máxima para el siglo XXI podría ser, para empezar, no combatir el mal en nombre del bien, sino cuestionar las certezas de la gente que siempre asegura que sabe dónde se encuentra el bien y el mal”.
Alan Wolfe escapa del cinismo fácil, también de los dogmatismos. La maldad política, sostiene, es una de las grandes cuestiones intelectuales de nuestro tiempo. Al intentar responder a ella, no debemos correr a la guerra o levantar las manos con resignación y desesperanza. Lo primero no solo nos tienta a implicarnos nosotros mismos en el mal, sino que exige que nos enfrentemos a este en el campo de batalla preferido por los malhechores. Lo segundo permite que el mal continúe y les dé lo que anhelan a quienes están sedientos de sangre. La maldad política nunca desaparecerá. Razón de más para que, la próxima vez, nuestra respuesta a ella sea la correcta.
Pero como resumiera el canadiense Michael ignatieff: “Nada se gana, y mucho se pierde si, tratando de movilizar a la opinión pública para detener a una masacre, la llamamos genocidio. La magnitud del ultraje se degrada. La próxima vez, cuando digamos que viene el lobo, nadie nos creerá”.
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