Los esfuerzos, realmente considerables, que se han hecho para ayudar en el plano financiero y técnico a los países en vía de desarrollo, serían ilusorios si sus resultados fuesen parcialmente anulados por el juego de las relaciones comerciales entre países ricos y países pobres. La confianza de estos últimos se quebrantaría si tuviesen la impresión de que una mano les quita lo que la otra les da. Las naciones altamente industrializadas exportan, sobre todo, productos elaborados, mientras que las economías poco desarrolladas no tienen para vender más que productos agrícolas y materias primas. Gracias al progreso técnico, los primeros aumentan rápidamente de valor y encuentran suficiente mercado. Por el contrario, los productos primarios que provienen de los países subdesarrollados sufren amplias y bruscas variaciones de precio, muy lejos de esa plusvalía progresiva. De ahí provienen para las naciones poco industrializadas grandes dificultades cuando han de contar con sus exportaciones para equilibrar su economía y realizar su plan de desarrollo. Los pueblos pobres permanecen siempre pobres y los ricos se hacen cada vez más ricos.
Es decir que la regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son sin duda evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia económica: es un estímulo del progreso y recompensa el esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados ven en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman “libremente” en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es, por consiguiente, el principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercambios comerciales, el que está aquí en litigio.
La enseñanza de León XIII en la Rerum Novarum conserva su validez: el consentimiento de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrato, y la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias del derecho natural. Lo que era verdadero acerca del justo salario individual, lo es también respecto a los contratos internacionales: una economía de intercambio no puede seguir descansando sobre la sola ley de la libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica. El libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social.
Por lo demás, esto lo han comprendido los mismos países desarrollados, que se esfuerzan con medidas adecuadas por restablecer, en el seno de su propia economía, un equilibrio que la concurrencia, dejada a su libre juego, tiende a comprometer. Así sucede que a menudo sostienen su agricultura a costa de sacrificios impuestos a los sectores económicos más favorecidos. Así también, para mantener las relaciones comerciales que se desenvuelven entre ellos, particularmente en el interior de un mercado común, su política financiera, fiscal y social se esfuerza por procurar, a industrias concurrentes de prosperidad desigual, oportunidades semejantes.
No estaría bien usar aquí dos pesos y dos medidas. Lo que vale en economía nacional, lo que se admite entre países desarrollados, vale también en las relaciones comerciales entre países ricos y países pobres. Sin abolir el mercado de concurrencia, hay que mantenerlo dentro de los límites que lo hacen justo y moral, y, por tanto, humano. En el comercio entre economías desarrolladas y subdesarrolladas, las situaciones son demasiado dispares, y las libertades reales demasiado desiguales. La justicia social exige que el comercio internacional, para ser humano y moral, restablezca entre las partes al menos una cierta igualdad de oportunidades. Esta última es un objetivo a largo plazo. Mas para llegar a él es preciso crear desde ahora una igualdad real en las discusiones y negociaciones. Aquí también serían útiles convenciones internacionales de radio suficientemente vasto: ellas establecerían normas generales con vistas a regularizar ciertos precios, garantizar determinadas producciones, sostener ciertas industrias nacientes. ¿Quién no ve que un tal esfuerzo común hacia una mayor justicia en las relaciones comerciales entre los pueblos aportaría a los países en vía de desarrollo una ayuda positiva, cuyos efectos no serían solamente inmediatos, sino duraderos?
Texto extraído de la Carta Encíclica Populorum Progressio, del papa Pablo VI, publicada el 26 de marzo de 1967, en ocasión de la celebración de la Pascua
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