La experiencia de la década de la posguerra ha dejado muy en claro que un crecimiento sostenido en los países industrializados, por muy fundamental que este sea, no es en sí mismo suficiente para lograr un ritmo de crecimiento adecuado en los países subdesarrollados. Esto se produce porque la demanda de productos primarios por parte de los países industrializados tiende a aumentar mucho menos, en proporción, que el aumento de sus ingresos y de su producción. En los países industriales el consumo viene representado desde hace tiempo una proporción cada vez menor del PIB, y los alimentos una proporción cada vez menor del consumo total. Además, el peso de los productos agrícolas en el valor de venta al por menor de los alimentos ha disminuido con la mayor importancia de los servicios, el mayor peso de los costos de elaboración y distribución en el valor del producto final, y la creciente sustitución de las materias primas naturales por las sintéticas. En ese caso, y suponiendo que la oferta de productos primarios crezca al mismo ritmo que la demanda –de modo que los términos de intercambio se mantengan inalterados–, el crecimiento de los ingresos obtenidos en la producción primaria sería considerablemente inferior al crecimiento de la renta de los países industrializados.
Por lo tanto, resulta evidente que para alcanzar el ritmo de crecimiento de los países industrializados, los países subdesarrollados deben ampliar sus mercados internos, así como su comercio recíproco, en lugar de depender exclusivamente de las exportaciones de productos primarios a sus pares industrializados. Por más que un aumento en las exportaciones sea necesario para financiar importaciones esenciales, una expansión unilateral de la exportación de productos primarios solo resultará en un aumento de la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados. Hoy en día se reconoce que un desarrollo económico más amplio no se contradice con la especialización internacional. Los beneficios de la especialización y el comercio son innegables, tanto a nivel internacional como a nivel interno. Pero la especialización también implica costos; una especialización indebida genera rigideces y deja a la economía extremadamente vulnerable a shocks.
Los países subdesarrollados han logrado pocas de las ganancias dinámicas de Adam Smith –mejoras en las habilidades y las técnicas de producción– de su especialización asimétrica. Tampoco –con algunas notables excepciones– se han beneficiado demasiado de las ventajas comparativas ricardianas. En efecto, los cálculos de costos comparativos solo son relevantes bajo el supuesto de que los recursos utilizados para un desarrollo económico más amplio fueran empleados alternativamente para aumentar las exportaciones. Por consiguiente, la elección en los países subdesarrollados no suele ser entre exportaciones y desarrollo económico, sino entre subempleo y desarrollo económico. No se puede suponer que los precios reflejen los costos comparativos en una economía en la que se observa un desempleo considerable, visible o encubierto. El resultado es no hay ningún costo para la economía –solo una ganancia neta– en la utilización de recursos que de otro modo permanecerían ociosos.
El problema entonces ya no se reduce a cómo reasignar los recursos existentes de usos menos eficientes a otros más eficientes, sino que se trata de asignar los recursos ociosos (p. ej., trabajadores desempleados o fábricas con capacidad ociosa) a segmentos de actividad en los que contribuyan a maximizar los ingresos reales. Incluso si se produjera un traslado de recursos ya empleados desde las industrias de exportación hacia aquellas que compiten con las importaciones, no se puede decir que los recursos subempleados o desempleados puedan utilizarse siempre de forma más productiva en las industrias de exportación. La contribución máxima de los recursos que se incorporan a la producción puede ser también en los sectores que producen bienes que compiten con las importaciones (ndr: la “denostada” Industria de Sustitución de Importaciones o ISI).
En su postura sobre las “industrias incipientes”, los economistas han concedido sin problemas que un país puede beneficiarse si sacrifica una ventaja comparativa actual a cambio de mayores beneficios a largo plazo, gracias a la mejora de las condiciones de producción. La objeción de que resulta difícil determinar de antemano si una industria específica justifica el tratamiento como industria naciente, aunque válida para los países industrializados, se muestra menos relevante en el caso de los países subdesarrollados, ya que toda su economía –y no una sola industria– es en realidad un “infante”.
Extraído del “Informe sobre el Desarrollo Mundial de 1955”, Naciones Unidas, 27 de abril de 1956
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