Se trata de un hecho recurrente. Primero fue el expresidente Lacalle en el 2000, después el exsenador comunista Eduardo Lorier en 2010. En 2017 se sumaron dos expresidentes: Mujica y Sanguinetti. Ahora es un conocido publicista y excomunista cuyas intervenciones siempre generan polémica. ¿Qué tienen en común estos señores? Primero que son personas con una gran exposición pública. Segundo, que todos la extrañan, cuando están a punto de cumplirse los treinta años de su desaparición física. Aunque uno solo de ellos la conoció personalmente, todos en algún momento se han dolido de su ausencia. No tenemos motivos para suponer la insinceridad de ese sentimiento, claro.
Nos referimos a la Ley N°7253 de 6 de agosto de 1920, conocida como «Ley de Duelos», fenecida con fecha 6 de julio de 1992. El tema lo hemos abordado en otras ocasiones desde estas mismas páginas. Es la periodicidad de comentarios, en el sentido más arriba señalado, lo que sacude las polvorientas capas de historia sobre el tema e induce a pensar que sigue vivo.
Las opiniones de los referentes políticos generan, a su vez, opinión en algunos campos y en otros no tanto. ¿Qué repercusión puede tener en el gran público que un connotado personaje lamente que no haya una Ley de Duelos? Ninguno. En algún caso se podrá suponer que son expresiones meramente retóricas. Sin embargo, no hace tanto tiempo, con ley o sin ella, los lances de honor se seguían con gran interés por parte de la población y una prensa que cubría generosamente esas noticias. La mayoría, sin embargo, no recurría a ese procedimiento. El duelo estaba reservado a la clase política, militares, periodistas, escritores y poetas, roles que muchas veces acumulaban los mismos individuos.
En nuestro Duelos en el Río de la Plata, enfocamos el duelo como defensa del honor. Sin perjuicio, como nos señala nuestro distinguido amigo, el historiador y profesor canadiense David Parker, en el espacio duelista «se ventilaban todas las controversias que surgían en una democracia con una prensa libre». En el enfoque de Parker se trata del duelo «no tanto como una práctica tradicional basado en el honor, sino como una herramienta moderna y en cierto sentido práctica». ¿Por qué era una herramienta práctica? Porque el duelo zanjaba la cuestión de honor y, además, no se volvía a hablar del asunto que lo había motivado. El lance caballeresco operaba como cierre del conflicto.
Pongamos un ejemplo: el bofetón del actor Will Smith al actor Chris Rock. Una situación no muy distinta a la que protagonizaron el coronel Lorenzo Latorre y el doctor Julio Herrera y Obes. Los unos en el Circolo Italiano de Buenos Aires en 1898. Los otros en la gala de los Oscar ciento veinticuatro años después. Latorre renunció al Circolo. Smith a la Academia de Hollywood. Julio Herrera retó a duelo a Latorre.Rock contestó con una ironía. Latorre se fue para su casa. Smith a una clínica de rehabilitación, a pensar. En 1898 se canceló el tema a través de los padrinos de los involucrados. Este hecho farandulesco continuará generando divisas periodísticas hasta que aparezca otro motivo de escándalo.
Gauchos
El duelo criollo, de herencia hispana, estaba exento de la intrincada regulación de los Códigos de Honor. No había padrinos, ni médicos, ni cobertura periodística más allá de alguna eventual noticia policial, pero eso no significaba que no existieran reglas. No siempre los duelos terminaban en muertes. En algún caso se trataba de marcarle la cara al adversario «pintándole un benteveo pa’ que le cante todo el año». Herida que se curaba desinfectando con caña y un ungüento de ceniza de trapo quemado. Al caso podría decirse que el heridor había salido triunfante en el combate y el otro llevaría el costurón en la cara como un «bien te veo», que no era precisamente un galardón.
Si nos guiamos por la visión de José Hernández, los gauchos no precisaban mucho para sacar a relucir los facones:
…Se tiró al suelo; al dentrar/ le dio un empeyón a un vasco/ y me alargó un medio frasco/ diciendo: «Beba, cuñao»./ «Por su hermana, contesté,/ que por la mía no hay cuidao»./ «¡Ah, gaucho!, me respondió,/ ¿de qué pago será criollo?/ Lo andará buscando el hoyo,/ deberá tener güen cuero;/ pero ande bala este toro/ no bala ningún ternero»./ Y ya salimos trensaos,/ porque el hombre no era lerdo;/ mas como el tino no pierdo/ y soy medio ligerón,/ lo dejé mostrando el sebo/ de un revés con el facón.
Y ya Fierro había matado malamente al moreno unos versos atrás por aquel asunto de «va… ca… yendo gente al baile».
Como contrapartida estaba la práctica de duelo que, contemporáneamente, ejercían los estudiantes universitarios alemanes. La historiadora Sandra Gayol afirma que entre 1880 y 1910 hubo en Buenos Aires 1790 lances caballerescos. Y señala que esta cifra realmente imponente se daba sin tener las cofradías estudiantiles que, junto a las academias militares desarrollaban la cultura del duelo, como vía de ingreso al establishment. Las revistas como Caras y caretas (Buenos Aires) se ocupaban de dar la debida publicidad a estas costumbres que los caballeros tomaban muy en cuenta para agregar –por lo menos– algún duelo a sus currículos. Esa necesidad era consecuencia del sentido del honor que, de tan estricto, era extraño que nunca se hubiera visto afectado. De modo que todo caballero debía entrenarse en el uso de pistolas y armas blancas.
Testigos
En 1878, en su recorrido por tierras germanas, Mark Twain llegó a la Universidad de Heidelberg. El resultado de sus experiencias lo recogerá en su obra A Tramp Abroad (Un vagabundo en el extranjero), que publicará un par de años después. Las medidas de precaución se adoptaban con ropajes relativamente adecuados, pero el intercambio de sablazos aseguraba una buena efusión de sangre. Lo curioso es que esa sangría era un efecto buscado.
A estos enfrentamientos estudiantiles se les conocía con el nombre de mensur, puesto que su objetivo era medir el valor y la capacidad de sufrimiento.
Los duelos se efectuaban dos días por semana durante siete u ocho meses al año. Una costumbre alemana que llevaba a la visita de Twain doscientos cincuenta años.
La norma es que duraran quince minutos si las heridas lo permitían. Las pausas no contaban de modo que se extendían por veinte o treinta minutos. Tiempo suficiente para lastimarse concienzudamente. Según Twain, los duelos estudiantiles causaban «dos o tres muertes cada año».
Los estudiantes se exhibían con los vendajes y dejaban sus heridas abiertas al sol y a la lluvia, para que quedaran bien marcadas en sus rostros. La cicatriz obtenida en un mensur, que llaman schmiss, era una muestra de honor y la lucían con orgullo. Era una suerte de patente de guapo que, además, los hacía más atractivos para las damas.
El haber pertenecido a uno de esos conjuntos estudiantiles brindaba, además, la protección corporativa tan útil para hacer carrera en sociedad, como atestigua Stefan Zweig en sus Memorias. Las cicatrices faciales ganadas en buena lid, abrían las puertas de tal modo, que algunos –siempre hay falsarios- las obtenían de manos de los cirujanos. Ahora, algunas licenciaturas, se encargan a los diseñadores gráficos. Nada nuevo bajo el sol.
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