Hace cosa de un mes, un querido amigo argentino me incluyó en un grupo de una red social, en el que se intercambian opiniones sobre política, religión, etc. Todos esos temas divertidos de los que no se puede hablar en la Parva Domus. Las trifulcas que a veces se arman, son de alquilar balcones, sobre todo cuando se enfrentan los “liberales” con todos aquellos que critican el liberalismo a ultranza. No obstante, como todos son cristianos, las discusiones casi siempre terminan –o quedan en pausa- en buenos términos.
El problema del liberalismo a ultranza, es que pone la libertad como el fundamento de toda la vida social. Y ciertamente, la libertad es algo muy importante, un don de Dios que el hombre debe valorar y agradecer. Pero de ahí a que sea el fundamento de la sociedad, hay un trecho. ¿Por qué? En primer lugar, porque la libertad, como todo en la vida, debe tener unos límites: no puede ser total. Algunos ven esos límites en la libertad o el derecho del otro. Otros, lo vemos en la propia responsabilidad o en el propio deber. Pero esto requiere de normas que deben ser establecidas por los integrantes de la sociedad que la gobiernan desde el Estado. Y establecer esos límites de manera que tanto la libertad como sus límites contribuyan efectivamente al bien común de la sociedad, no es tarea fácil.
En el fútbol, hay mucha libertad dentro de la cancha para hacer pases y jugadas muy variadas; pero no se puede jugar fuera de los límites de la cancha o cometer ciertas faltas. De modo análogo, las sociedades suelen poner límites a la libertad de sus ciudadanos mediante leyes que prohíben o mandan: es obligatorio enviar a los niños a la escuela, votar en las elecciones, pagar impuestos, etc. La libertad de un hombre que vive en sociedad, nunca es absoluta.
Otro problema serio del liberalismo a ultranza –sobre todo cuando quienes lo promueven son católicos- es que lo que Jesucristo dijo fue: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn, 8, 31) y no, como dijo Rodríguez Zapatero, “la libertad os hará verdaderos”… Creer en una libertad que no esté fundada en la verdad, es más o menos como creer que las rueda de un vehículo se mantendrán en su sitio sin apretarle las tuercas, sin fijarlas a la masa. No es necesario ser una lumbrera para darse cuenta de con las ruedas “libres” de tuercas, cualquier trayecto que se haga terminará mal…
El primer límite de la libertad, por tanto, es la verdad. Pero… ¿qué es la verdad? ¿Es posible conocer la verdad sobre el hombre? ¿Acaso la verdad no es algo relativo que depende de cada sujeto?
La verdad, es la adecuación del entendimiento a la realidad. Y es posible conocerla si nuestro entendimiento es capaz de juzgar o interpretar rectamente los datos que nos proporcionan los sentidos. Si estudiamos historia o leemos los clásicos, podremos advertir que la naturaleza humana no cambia, y que hay cosas que convienen a ella, y otras que no. Por ejemplo, volar, no es algo que convenga a la naturaleza humana del modo en que conviene a la naturaleza del pájaro. Por eso, saltar al vacío desde lo alto de un rascacielos, es un acto suicida. Y quien adecue su entendimiento a la realidad, no saltará.
Por eso los límites que los gobiernos pongan a la libertad, deben tener en cuenta lo que conviene –y lo que no- a la naturaleza humana. Deben tener en cuenta la verdad sobre el hombre. Parte de la verdad sobre el hombre, es que es libre. Pero también posee inteligencia y voluntad, apetitos, pasiones, y tendencias no siempre ordenadas a su propia conveniencia.
Parece claro entonces que sin libertad, no podemos vivir en sociedad; pero sin verdad, no podemos saber ni de donde partimos, ni a donde vamos… Si la verdad no va primero, ni nuestra libertad, ni nuestra vida tendrían sentido.
Por eso, con la libertad no alcanza. Por eso, toda libertad debería estar anclada en la verdad, y por eso las sociedades, los gobiernos y los estados, deberían reconocer cuál es –y donde está- la verdad. Para no cercenar libertades necesarias, y para establecer límites suficientes, es necesario restaurar la idea de que las leyes humanas, deben reflejar la ley natural. En nuestra patria, bastaría con respetar nada más, pero nada menos, que la Constitución de la República, de clara y contundente filiación jusnaturalista: nuestra Carta Magna, no es un “librito”. Y menos un “chicle”.
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