Días atrás apareció en Facebook un post comentando que la expresión “contraer matrimonio”, suena como “contraer una enfermedad”. El primer comentario decía: “Lo es. Habrá excepciones, pero el matrimonio suele ser la tumba del amor”.
Las críticas y las bromas relacionadas con el matrimonio no son cosa nueva. Y si hay algo que no se puede negar es que el matrimonio como institución está en crisis. El número de matrimonios cayó en más de un 50% en los últimos 30 años, y los divorcios aumentaron a cerca de un 40% –de los matrimonios celebrados–. Las parejas que se unen en matrimonio civil parecen ser menos que las que optan por el amor libre, al menos cuando nos referimos a parejas integradas por personas de distinto sexo.
El Estado protege y ampara a la familia, no porque los esposos se amen, sino por el bien de los hijos que eventualmente los cónyuges puedan tener, porque son un bien social. En efecto, el artículo 40 de la Constitución de la República establece: “La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Por su parte, para los cristianos, el matrimonio es un Sacramento que, entre otras cosas, les otorga a los esposos la gracia necesaria para sortear con éxito los mil obstáculos que conlleva la vida conyugal.
El amor –en sentido amplio– es la clave de una vida personal, familiar y social, sana y feliz. Por eso intentaremos reflexionar, brevemente, sobre lo que es y lo que no es el amor matrimonial.
¿Qué imagen se nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra amor? Probablemente, un corazón. Identificar el amor con un corazón suele conducirnos a identificarlo con un sentimiento, con unas emociones, con la parte afectiva y sensible de nuestro ser. Y es cierto que, durante el proceso de enamoramiento, el corazón, las emociones y los afectos juegan un papel muy importante. Los problemas empiezan cuando olvidamos que, en los seres humanos, los sentimientos –por lo general variables e inestables–, deben ser gobernados por la razón. No por casualidad, la cabeza la tenemos arriba del corazón… y de todo el cuerpo.
Por eso, no nos parece adecuado llamar “amor” a un sentimiento que está fundado única o principalísimamente, en la atracción sexual entre dos personas. Tampoco nos parece razonable creer que “amor” es una relación al mejor estilo “novela rosa”, en la que jamás ha surgido –o surgirá– desavenencia alguna entre los integrantes de la pareja.
El amor conyugal tiene muy poco que ver con mariposas revoloteando en el estómago. Esa sensación –más o menos pasajera– no significa que los sentimientos se extingan, sino que se estabilizan, dando lugar al amor verdadero, que es un acto de la voluntad, una decisión firme de perseverar día tras día y año tras año en la difícil tarea de hacer feliz al marido o a la mujer. Ese amor queda de manifiesto, precisamente, cuando no todo es color de rosa, cuando surgen las diferencias; cuando, tras una pelea, hay que ayudar al cónyuge en una tarea doméstica o con algún asunto de índole personal. Cuando hay que soportar los ronquidos, o cuando uno constata —¡oh descubrimiento!— que el ser humano con el que uno se casó, no es perfecto: quizá por eso no es capaz de adivinar siempre, lo que el otro quiere o necesita… En otras palabras, amor es entrega, es sacrificio, es fidelidad, es perdonar mil veces y pedir perdón dos mil. Es poner al otro por encima de uno, por delante de uno.
El matrimonio es el campo más apropiado para que el amor auténtico entre un hombre y una mujer crezca y fructifique, madure y se desarrolle, porque da estabilidad. El amor no se apaga porque el matrimonio sea la tumba del amor, sino porque en el campo reservado para que creciera un rosal –con sus espinas incluidas– se dejaron crecer las malezas del egoísmo, de la soberbia, de la infidelidad, de la falta de perdón, de la falta de compromiso con la felicidad del otro y de los hijos.
La culpa del fracaso no es del matrimonio. Muchos cultivos no fracasan porque la tierra sea mala, sino por las malezas que crecen alrededor. Y estas suelen ser más abundantes cuando la semilla es mala, poco vigorosa: en nuestro caso, cuando los esposos tienen una concepción excesivamente idealizada –errada– de lo que en verdad es el amor: un bien arduo, cuya recompensa es la paz del alma. Y a largo plazo, una serena felicidad.
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