“Fallaste cuando expulsaste al New York Post de Twitter por hablar de los correos electrónicos de Hunter Biden y resultó que era una historia real. Fallaste”. Así se manifestó el cómico estadounidense Bill Maher la semana pasada en la cadena televisiva HBO. Se refería a la controversia generada en torno a la supresión por parte de Twitter y gran parte de los medios autodenominados “serios” de la telenovela respecto al laptop del hijo del presidente Biden, que contenía información aparentemente comprometedora y que bien podría haber afectado el resultado de las últimas elecciones en Estados Unidos.
El anunció de la adquisición de Twitter por parte de un legendario multimillonario, cuya meteórica carrera parece no tener fin, Elon Musk, ha despertado reacciones que resultan algo sorprendentes a primera vista, ya que no se trata del primer millonario de Sillicon Valley que adquiere un medio. Efectivamente, Jeff Bezos de Amazon había comprado al otrora prestigioso Washington Post en 2013. Más recientemente, la viuda de Steve Jobs adquirió la revista bimensual The Atantic. Mientras tanto, otros ejecutivos y empresarios han logrado hacerse de publicaciones emblemáticas tales como el Los Angeles Times, Time Magazine y New Republic. ¿Cuál es la explicación entonces para tanta excitación?
El historiador norteamericano Victor Davis Hanson resume muy bien la situación: “La aparición de Elon Musk como matadragones de Silicon Valley es emblemática de la pesadilla que está viviendo la izquierda”, escribe en su última columna publicada por American Greatness. “Mientras Musk sube la cortina en Twitter, ¿qué van a decir los izquierdistas? ¿Qué los multimillonarios no pueden convertirse en barones de los medios, justamente quienes hasta ahora han sido los pilares del movimiento progresista? ¿Reprimir la libertad de expresión va a ser más popularmente aceptado que liberarla? ¿Van a argumentar que algunas censuras son mejores que otras?”, continúa Hanson, desnudando la verdadera motivación detrás de tanto ruido. En efecto, despejado el humo que cubría el modo de funcionamiento de medios y redes sociales, el panorama que asoma huele bastante feo.
Las críticas de Musk a la red social son dirigidas fundamentalmente a sus reglas de censura, en esencia los algoritmos que bajo el pretexto de proteger a sus usuarios de los “fake news”, actúan en la práctica sesgando el debate político. Este comportamiento se asienta en una visión condescendiente con los ciudadanos, a quienes presumiblemente habría que “impermeabilizar” ante información considerada inconveniente o falsa por alguna autoimpuesta autoridad superior. Esto resulta en que el ciudadano que cree poder navegar en una red sin ninguna limitación, en realidad circula solamente por senderos habilitados por esos guardabosques que son los administradores. Pero, como en Disneylandia, todo está planificado hasta el más mínimo detalle para que ese “ciudadano-niño” pase por la mágica experiencia de sentirse que gobierna el mundo, cuando en realidad está dentro de un gigante kindergarten construido con ceros y unos.
Este es el orden que, ante el espanto de los medios “serios”, Musk amenaza con derribar. “En los últimos años, Twitter, al igual que la propia internet, se ha venido dividiendo en dos grandes estamentos: por un lado, una “supercultura ” de élites –académicas, celebridades, políticas o periodísticas–, y por otro una “subcultura” más opaca y variopinta de ciudadanos, que muchas veces, a través de seudónimos, se definen cada vez más en oposición a las élites tradicionales”, explica David Auerbach en Unherd. Que Musk reniegue de esa elite a la que él mismo pertenece sea quizás la explicación para las reacciones destempladas que ha provocado. Sin embargo, en un país que rinde culto a los “whistleblowers” (denunciantes), esto no debería sorprender a nadie.
Desde una perspectiva más amplia, el “affaire” Twitter nos permite apreciar cuán lejos los proyectos de ingeniería social se han valido de los medios, la propaganda y las relaciones públicas, desde que Edward Bernays y Doris Fleischman acuñaron el término “ingeniería del consentimiento”, sentando las bases de la disciplina. En lugar de concentrarse en que un individuo haga tal o cual cosa, la ingeniería del consentimiento apunta a algo mucho más ambicioso. Se trata de dominar a la gente menuda, influenciándola para que compre más productos, respete a los “gurúes” empresariales o apoye un conflicto armado.
Lamentablemente, nuestro país no se puede abstraer de esta realidad que todo lo abarca. Es por ello que todos los días vemos “influencers” profesionales, que de a ratos utilizan su poder mediático para promocionar celulares o servicios bancarios y de a ratos editorializan, intentando marcar la cuadrícula política, etiquetando de forma conveniente para que brillen los anzuelos requeridos para llamar la atención de los algoritmos. Desde sus casas, y con la ayuda silenciosa de los algoritmos, con poco trabajo logran convertir por arte de magia en radical al político más moderado, y en hombres bondadosos a esos miembros de la supercultura empresarial que, según el orden actual, serían los únicos habilitados para controlar medios.
Afortunadamente, la verdad siempre termina emergiendo. Cuando las rutas oficiales no están habilitadas, los ciudadanos logran siempre encontrar alternativas para expresar sus opiniones. Y como toda revolución arranca por lo general desde el seno mismo de la elite, corresponde ofrecerle un mensaje de bienvenida a Elon Musk.
TE PUEDE INTERESAR